Esa tarde, después del
Senso-ji de Asakusa (empezá a acostumbrarte a leer una sarta de nombres así, a nosotros nos llevó un toque), Miki
y yo nos separamos: mientras que él se fue a chusmear la Universidad
de Tokyo (que, me contó, es gigante, pero gigante en serio), yo me
fui a Ueno, donde hay muchos museos muy interesantes.
Yo particularmente estaba
interesado por el Museo Nacional de Tokyo y otro más chiquito donde
había todas cosas de arte. Al primero fui, al segundo ya no porque
cerraba temprano. Este Museo Nacional de Tokyo era mucho más caro
que el de Historia, y pero aunque dos de los edificios estaban
clausurados por reparaciones, me tomó muchas horas recorrerlo.


Después fluí por salas
inmensas, escaleras enormes, edificios grandes. No lo encontré tan
organizado como el Museo de Historia, pero sí muchísimo más
abarcativo, y como todavía tenía frescas muchas cosas aprendidas en
el primer museo, me iba dando una idea de qué podían ser las
estatuillas que veía, los arcaicos aros expansores, los
cuchillos, las espadas, las armaduras de samuráis recopadas.
Ralenticé la marcha en
las salas donde tenían ukiyo-e (grabado japonés), sumi-e (tinta
aguada japonesa) y esculturas varias, porque simplemente era
deslumbrante el nivel de técnica y de composición. Hasta me siento
tentado, ahora que escribo, de hacerles un análisis de obra
completo. Grosos estos ponjas.




Después me relajé un
rato en el patio, viendo jardincitos lindos y árboles de un furioso
amarillo otoñal, y seguí paseando por la plaza central de Ueno, que
desemboca en distintos museos, templos, comercios, lagunas con juncos,
japoneses, y tantas cosas que no se logran asimilar...
Rafa Deviaje.
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