miércoles, 7 de septiembre de 2016

Las entrañas de Chilagoe


Saqué mis pasajes para Tasmania y me encontré con una semanita y pico al cuete, así que cargué mochilita en la Hilux y me fui un día bien temprano a visitar Chillagoe, una localidad a unos doscientos kilómetros donde había, según decían los conocedores, cavernas espectaculares.


Bueno resulta que, como de costumbre, tendría que haber hecho un poco de investigación previa seriamente. Porque llegué allá y me encontré con que las tres mejores baticuevas (la Royal, la Donna y la Trezkinn) sólo son visitadas con tour guiado por un ranger. Esas cuevas tienen iluminación copada, escaleras bien diseñadas, fuentes de agua y entradas recontra fortificadas e infranqueables. No las pude ver en vivo y en directo pero sí vi unas cuantas fotos después



Igualmente dediqué un par de horas a las cuevas Pompeii y Bauhinia. Una tiene una serie de galerías pequeñas que dan la vuelta en redondo, más unas laterales, en las cuales es imposible perderse, y la otra tiene una gran galería abierta por arriba. Creí que eso era todo cuando descubrí un pequeño agujero, al nivel del piso, que iba más allá. Dudé, dudé, dudé, y me mandé cuerpo tierra. Al otro lado había una galería enorme y paredes que brillaban como brillantina.



Después me trepé a la punta de una de las montañitas, cuya piedra estaba afilada como la gran siete, me fui a ver los restos tóxicos de una planta minera, y me estaba por volver, medio decepcionado, cuando la viejita de la estación de servicio me informó sobre las cavernas de Mungana, a unos diecisiete kilómetros más adelante.



Primero aparecés frente a unas pinturas rupestres, pero si te alejás caminando unos metros encontrás una grietita en la pared de roca. Y si no sos muy gordo y pasás por ahí, aparecés dentro de un laberinto geológico que te pone los pelos de punta de lo mucho que se parece al pasaje hacia la Morada de los Muertos de la Tierra Media.




Pasé un par de horas hundiéndome en las grietas y pasadizos. Lamenté, esta vez, no tener ningún equipo de escalada, porque encontraba pozos profundos que se perdían en la oscuridad, paredes verticales, pasajes demasiado estrechos. Así y todo llegué bastante profundo (pero me mantuve casi siempre en espacios de techo despejado y con luz natural, por las dudas), disfruté el no ver basura desperdigada ni una pisada, e imaginarme como el primer ser humano en aquellas cavidades.


Después seguí un poco más adelante y me encontré otras cuevas, y a Monkie, el que trabajaba en la plantación de paltas, charlamos un rato y me volví, lamentando, una vez más, no haber traído mi equipo de camping, porque definitivamente el lugar vale para dos o tres días.


Rafa Deviaje.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Viaje a la punta de Cape York

Desde Atherton, me dijo Google maps, hasta The Tip, hay mil kilómetros. Y yo lo hice ida y vuelta en ocho días, aprovechando los mejores días del año para recorrer esas rutas.





Hablemos primero de lo más importante: las rutas. Ponele que fue miti y miti entre asfalto y ripio. El asfalto lindo, suave como pincelada de tinta en papel de alto impacto. El ripio a veces prolijo, a veces serrucho, a veces descuajeringador de tripas. La Hilux me llevó sin dramas ni quejidos, y sólo se le descompuso la puerta de atrás, lo cual solucioné desenchufándole unos cables. Pero mi culo quedó entumecido. A veces el claclaclaclaclaréqueteclacpumbamclatrucmocbang de la ruta duraba horas, interrumpido sólo por diminutos parches de concreto (donde en época de lluvias suele inundar un río) que duraban lo que tarda un verdugo en acomodarse el guante.



 

Pero todo aquel paisaje árido que se abre en medio de la península despoblada, kilómetros rectos y sin fin, con polvo rojo a sotavento cubriendo los árboles y los yuyos, con hormigueros como torres marcianas, con secciones breves en que todo se teñía del color del azufre o de un rosa pálido, con sinfín de coches estrolados a derecha e izquierda... fue un gran paisaje.





Ahora: el destino. Hice todo el trayecto de un tirón en dos días, hasta Somerset y The Tip, donde pasé tres noches en distintas playas. La arena era clara, el agua transparente, el calor insoportable y, al ponerse el sol, los mosquitos eran imparables (me olvidé repelente y las primeras noches me dejaron las piernas hechas un choclo, un raspador de cumbia, un mapa topográfico de Utah).





La gran cagada del asunto es que es todo lindo para los ojos pero no hay alivio para el turista ratón: el mar y los ríos están, aparentemente, infestados de cocodrilos. Hacía unos meses una australiana había sido manducada en un descuido, y por más que me argentinidad me decía que me zambullera de cabeza, que estaba todo liso, que qué cocodrilo va a querer morfarme a mí, opté por la prudencia.



La vuelta la hice en otros tantos días. Pasé dos noches en distintos recovecos en el monte, donde corren arroyuelos de agua cristalina y sin cocodrilos ni mosquitos. Visité unas cascadas muy lindas, hice caminatas, nadé a lo loco, prendí fogatas, vacié muchas latas y me crucé con mucha gente copada que, equipados con terribles casas rodantes 4x4, recorrían todo Cape York sin agenda ni apuros (económicos).







También tuve la desgracia de conocer a la peor clase de habitante local: el sucio. Hasta ese momento me habían caído bien los aborígenes (que predominan en todo el norte de Australia) porque tienen más ganas de no hacer nada que otra cosa. Pero ahí estaba yo, sentado en el aguita fresca de un arroyo perdido en la nada, cuando aparecieron tres camionetas cargadas de pibes y viejos, todos aborígenes salvo un blanco más ortiva que la mierda. Festejaban un partido de footy en el que no logré entender si habían ganado o perdido. Pusieron música al palo (entiendo la falta de boliches en aquella punta recóndita del país, pero igual) y se fueron a las pocas horas, dejando un sembradío de latas y botellas de cerveza por doquier. Tristeza infinita.



 


Y en mi anteúltimo día de andanzas, después de visitar las pinturas rupestres de Split Rock, me desvié de la ruta original y encaré hacia Rossville y una ruta salvaje que me llevó hasta Cape Tribulation. La aridez fue dejada atrás y me interné en una jungla hermosa a la vista, de la cual saqué pocas fotos porque mis sentidos se concentraron más en no salirme del camino. Hice unos cuantos kilómetros por el sendero para 4x4 más reconchudo que conocí (en el cual estuve a punto de quedarme varias veces) y me adentré en la zona del Daintree, donde la selva acaricia el mar y el Arrecife de Coral.



 

 

La vista en las playitas era espectacular, la ruta era ahora fácil y asfaltada. Lo único que le faltó fue cruzarme con una cassowary (un pajarraco medio prehistórico y muy agresivo), pero se lo perdono. Dormí ahí al lado del mar una última vez y me volví a lo de Ivan y Amanda con una idea fija: mi próximo destino sería la otra punta del país, la isla de Tasmania.




Rafa Deviaje.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Los personajes de la palta


Otra de las cosas que hicieron copado el trabajo con las paltas fueron el montón de personajes que me rodearon todo este tiempo, porque, lo juro, se podría escribir una novela sobre cada uno.

Al empezar, cuando juntábamos paltas con bolsas y escaleras, éramos ocho: cinco ingleses, una francesa, un italiano, y yo. Los ingleses eran todos vagos y gritones pero macanudos, la francesa era linda y loca (lo alarmante es que ambos atributos saltaban simultáneamente a la vista, y no uno después del otro), el italiano era un cago de risa. El primero en desertar fue uno de los ingleses, que era un terrible vago (con decirte que sólo trepaba dos escalones y listo). A la segunda semana dijo que se le murió la abuela y se fue de vacaciones a Tonga.


Los otros cuatro ingleses que quedaron no eran los mejores trabajadores del mundo, pero al menos hacían chistes sin parar y le tiraban palos a la francesa como si fueran albañiles de profesión. Pero un día dos de los ingleses no vinieron porque estaban en pedo y el jefe los llamó, les dijo no vuelvan, y no volvieron. Los otros dos, mal que mal, aguantaron un tiempo más. La francesa y el italiano, que viajaban juntos, se fueron al terminar el picking porque no hacían falta y querían cambiar de aires.


A todo esto yo estaba viviendo desde hacía rato en el galpón del papá de mi supervisor, a dos minutos del trabajo, en Kairi (un pueblito tan minúsculo que ni pokeparadas tiene). Mi supervisor, que se llamaba Ben, estaba trabajando ahí porque hacía muchos meses había perdido la licencia por manejar borracho y no podía hacer lo suyo (construcción, cemento, esas cosas divertidas) hasta que no recuperara la licencia, y vivía amargado. Ben era enorme, forzudo y bruto, pero buenón.

Su papá, Jamie, por otro lado, era motoquero viejo. La ayuda que nos pedía a cambio de alojarnos gratis era poca, y justificada: todo el galpón era un caos porque al tipo le faltaban un brazo y una pierna, que perdió en un accidente de moto cuando tenía diecisiete. Si bien eso parece no haberle impedido casarse, viajar el mundo, tener tres hijos enormes, entrenar al equipo local de footy, manejar motos autos trenes y tractores, volverse una especie de leyenda viviente en todo Tablelands... sí le dificultaba el orden doméstico.


En otra parte del galpón se alojaban, también, Monki y Header, que trabajaban empaquetando las paltas que nosotros recolectábamos. Los dos eran medio hippies y rastudos y macanudos y trabajamos juntos un montón después del picking, cuando empezó la poda, o pruning. Header se pasaba el día en su cuartito con la compu, y Moki dibujaba como la puta madre y hacía beatbox acompañándose de pedos a los que modulaba con maestría.

Al mes de estar ahí se vino a vivir, al mismo cuarto donde estaba yo, Greg, un francés que hacía cherry-picking. Greg había estudiado video y animación y era un fanático de la fotografía (llegó a tener cinco cámaras simultáneamente, te juro), pero era medio calentón. Apenas me di cuenta de eso, la convivencia se hizo mucho más llevadera.


En la farm, después de que terminó el picking y Ben se fue (al poco tiempo recuperó su licencia y empezó a trabajar de nuevo haciendo montón de cosas con cemento), estuvimos a cargo de Stewie, que era cuarentón, tenía barba larguísima y puteaba cada tres palabras. Fue genial descubrir, un día, que él también había vivido en el mismo galpón por dos años y ahora que cuidaba de Jamie como si fuera un padre. También fue una sorpresa, una noche que lo llevé a su casa porque estaba borracho y no quería perder la licencia al igual que Ben, descubrir que su casita estaba toda limpia, nuevita, con un pez en una pecera redonda y una mesa con una ciudad de libros apilados. ¿Te gusta leer, Stewie? Vive leyendo, nos dijo Jamie, es la persona que más libros lee de los que conozco.


También en la farm estaban nuestros jefes: John y su esposa Anne Marie, la que nos cocinaba. John era rápido para enojarse pero tipo más bueno habráse visto. Y Anne Marie, manos benditas, me permitió no tocar una cocina durante cuatro meses.

Y así pasaron los días. Yo me sentaba, después del trabajo, a escribir o leer en la entradita de la casa de Jamie, me reía de la gatita salvaje que adoptó y que le desconfiaba a todo el mundo salvo a él (y que tuvo cría al lado de su cama una noche), y veía ir y venirse visitas estrafalarias que lo buscaban a Jamie: desde motoqueros barbudos, enormes, viejos, pendejos, hasta sus pibes de footy a los que entrenaba, familias enteras que, a lo largo de los años, supieron vivir en el mismo galpón que ahora habitábamos, madres de antiguos camaradas ya fallecidos que pasaban a tomar el té, hasta su novia del momento, o sus otros hijos.



Casi todos los fines de semana, si no estábamos haciendo algo en el galpón, yo me escapaba a lo de Ivan y Amanda y les cocinaba algo y nos reíamos de los personajes con los que vivía en el galpón de Kairi, y así arrancaba otra semana más. Hasta que terminé un jueves, y me puse a preparar un viajecito hasta el punto más nórdico al que puede llegar un auto en Australia.



Rafa Deviaje.

El avocado del diablo


Empecé en la plantación de paltas esperando, con suerte, tener tres meses de trabajo y poder aplicar a mi segunda visa. Bueno, desde ahora te anticipo: lo conseguí, y seguí trabajando ahí hasta el final de la temporada. También entremedio pude ver ornitorrincos en estado silvestre: sueño cumplido.


Pero antes quiero hacer un paréntesis y contarte de cómo y por qué no hay que boludear a un argentino. Arranquemos así: yo me contacté con el dueño de un hostel y pub en Atherton, quien me consiguió el trabajo en esta plantación de paltas a cambio de que me alojara con él. Bueno, en realidad con él no, sino en el hostel y pub de un conocido, en Yungaburra, otro pueblo cercano. Okay, le dije, no hay drama. Me fui a Yungaburra un domingo y descubrí que el establecimiento era horrible, sucio, asqueroso, pobre de infraestructura y, para peor, carísimo: doscientos quince dolares semanales. Así que apenas arrancamos a trabajar, me fui con el jefe y le pregunté si tenía que quedarme allá para trabajar ahí. No, me dijo, podés dormir donde quieras.

Bueno, así hice: dejé a esos que hacen negocio a costa de los backpacker y, después de merodear por un camping, terminé durmiendo en el galpón del papá de mi supervisor en la farm, que me ofreció alojarme gratis a cambio de una mano para poner orden alrededor. Yo, chocho, me dije: he vencido a este sistema perverso.


(Aquí vale aclarar que estos working hostel acaparan todos los anuncios de trabajo local, volviendo obsoletos los organismos gubernamenales de búsqueda de trabajo, y así ellos se llevan, semanalmente, entre una tercera parte y un quinto de cada salario de cada pobre backpacker que acudió a ellos. Son una mafia.)

Durante mis cuatro meses de trabajo en la farm de avocados hice montón de trabajos. El primero era el picking, en el cual, calzado con una bolsa tipo canguro (como la que usaba cuando juntaba kiwis) me subía a una escalera alta para llegar a más fruta. O sea que subía y bajaba millón de veces por día, y arrastraba y acomodaba la puta escalera sin parar, y me sentía como cuando era nenito y tenía que arrastrar las bicicletas de los adultos. Dolores incontables.


El segundo trabajo fue el mejor: cherry-picking. Se le dice cherry-picker a una pequeña grúa hidráulica con rueditas que te permite acceder a toda esa fruta demasiado alta, y es una masa porque no tenés escaleras ni bolsas pesadas colgándote del cogote. Lo malo es que te podés morir, como le pasó a un chilero de una farm vecina, que se llevó puestos unos cables de alta tensión.


El tercer trabajo fue el peor: después de que unas maquinolas gigantes podaron todas las sesenta hileras de árboles, nos dieron tridentes y nos dijeron: saquen las ramas cortadas de abajo de los árboles y póngalas en los pasillos del medio. No te puedo explicar los dolores articulares que tuve durante esas semanas.

El cuarto trabajo estuvo mucho mejor: nos dieron unas sierritas de mango largo y tijeritas de podar y fuimos ahí, árbol por árbol, podando las ramas bajas mientras los únicos dos empleados fijos de la farm iban en las cherry-picker con motosierras, podando por arriba. Acá la pasé bomba, escuchando música todo el día, hasta que, antes del fin de semana, nos hacían ir a juntar las nuevas ramas caídas y ponerlas otra vez en los pasillos entre hileras.


Y visto así el laburo suena bastante a mierda, pero creeme, estuvo copado. No la parte en la que me dolía todo el cuerpo, sino la parte en la que los dueños de la farm nos alimentaban con pizzas, tortas, panchos, pies, sánguches de subway, galletitas, etcétera. O la parte en la que nos quedaban montón de horas libres por día y me dedicaba a leer y escribir. O la parte en que nos pagaban. Eso estaba genial.




Rafa Deviaje.