lunes, 15 de junio de 2015

Contratiempos en las Catlins

Yendo al Sur encontré las afueras de Dunedin todavía inundadas por una lluvia torrencial de unos días atrás (además de que deben ser zonas bajas, porque se llaman Wetlands), y me hacía acordar a ese paisaje surrealista donde Chihiro se toma el tren.

Después de Balcutha me salí de la Ruta 1 y tomé Southern Scenic Route, hacia la Reserva de Catlins. El sol se ponía rápido en medio de un paisaje que me hacía acordar a La Comarca de El Hobbit. Lomas bajas pero accidentadas, pradera con pedacitos de un bosque viejo y húmedo, y del otro lado el mar. Y la ruta con más curvas que Jessica Rabbit.

Lamentablemente mi auto había estado fallando cada vez que, después de pararme a sacar una foto, volvía a la ruta, así que hice todo el tramo sin parar ni sacar fotos. Y además se hizo de noche rápido y así como pude, guiado por el celular, llegué al estacionamiento de las Cascadas McLean.

Pernocté ahí cerquita, adentro del auto, y estuvo de diez hasta que a la mañana siguiente, bien temprano, intenté salir. ¿Les dije que había llovido toda la noche? Bueno, lo hizo. Y abajo del auto había una delgada capa de barro, y las ruedas patinaban para todos lados tratando de subir el escaloncito que lo separaba del camino. Intenté poniendo ramitas abajo de las ruedas y maniobrando con más muñeca que una casa Barbie, pero no hubo caso. Sin desesperar caminé los ¿cuatro, cinco? kilómetros que me separaban del holiday park más cercano (que es donde debería haber pasado la noche si no fuera ratón) y unos kiwis recontra amables me ayudaron a sacar el coche del barro con su 4x4 y una soga.


Superado el traspié (o patinón) armé la mochilita y me puse a caminar. Las cascadas McLean son la principal atracción del lugar, y no requieren ni una hora entre ida y vuelta. Son bonitas, pero chiquitas, nada emocionante, y el agua de los ríos y arroyos de toda esa zona es marrón, no es el agua cristalina que hay en las grandes montañas.

Así que sin perder mucho tiempo tomé mi camino hacia la Tautuku Hut, una de esas cabañitas que el Department of Conservation tienen distribuidas por ahí para la muchachada. Me habrá llevado unas dos horas y media y el camino fue lindo. Bonito. Y húmedo.

Hice un fuego afuera de la cabaña, que era chiquita y feúcha, comí algo y me fui a dormir al ratito de que se pusiera el sol. Lo que ocurre muy temprano. No me tentaba la idea de pasar unas trece horas en la cama, así que estuve un rato leyendo los comentarios que la gente que pasó por esa cabaña, durante los últimos veinte años, dejó en el Libro del DOC. Aburridísimo, aunque sí me resultó llamativo la cantidad de cazadores de cabras que había en los noventa, dato loco ¿no?

Sin embargo las sorpresas no faltaron, y a eso de las cinco de la madrugada, con todo más oscuro que sudafricano empetrolado, me despertaron voces. Voces humanas. Me di vuelta en el lugar, con el cerebro más en elimaginario del Dr. Parnassus que en la cabaña, y vi a un flaco entrar por la puerta, con una linternita en la cabeza.

Esa situación, en un país que no sea Nueva Zelanda, hubiera disparado de inmediato todas mis alarmas y hubiera estado como Chackie Chan empuñando un pedazo de algo en un segundo. Pero como uno se acostumbra a estar acá, sólo atiné a decir hola (o sea, hellou), pero el tipo se fue sin más. Escuché otro blablá, cierres que abrían y cerraban, y pasos alejándose.

Esa mañana mientras volvía al estacionamiento oí varios disparos, así que supuse que mis visitantes nocturnos eran o cazadores o empleados del DOC controlando la plaga de ciervos y esas cosas. Igual, fue raro: sentí que mi aislamiento había sido vulnerado de una forma irreparable.

Una vez en el auto me comuniqué con una pareja que me iba a hospedar, a través de Couchsurfing, en Invercargill, para avisarles que llegaba en un ratito. Sin embargo el auto empezó a fallar y fallar y el ratito se alargó. Pero armado de paciencia y fe ciega, llegué a destino: la ciudad más austral de Nueva Zelanda.


Rafa Deviaje.

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