lunes, 30 de noviembre de 2015

Infierno en Innisfail

Caí en Innisfail, pueblo tropical, pueblo rodeado (y hasta invadido) por plantaciones de bananas y caña de azúcar. Para ser más preciso, caí en Walkabout, un working hostel que me habían recomendado hace tiempo.



Para empezar, Innisfail es caluroso. Noches más que templadas y días bochornosos. Siguiendo que el hostel es muy grande, muy sucio, muy lleno de ingleses que no paraban ni un segundo de enfiestar, y medio careli. Pero me consiguieron trabajo bastante rápido: la primera semana fui a parar a una plantación de sandías, y tuve la suerte de que me la pasé manejando el tractor mientras otros cinco infelices levantaban sandía tras sandía.


A la segunda semana fui a parar a una plantación de pimienta. El trabajo era bastante llevadero y sencillo (sacando el hecho de que las plantas estaban infestadas de arañas y hormigas verdes) y en todos los almuerzos nos íbamos a chapotear en un arroyo que había ahí cerquita.

La tercera semana, finalmente, vino el turno de hombrear bananas. Hombrear bananas. Hombrear bananas. Suena pesado, suena agotador, pero no te das una idea de cómo es la cosa hasta que te ponés ahí y empezás a hombrear bananas.

Hombrear bananas.


¿Hago una descripción minuciosa? Sólo aclaro que, antes de que se me acuse de quejoso, me tocó ir a trabajar a la segunda plantación más grande de todo Queensland, y al equipo más duro de todos. Bueno, ahí va.

Me levanto temprano, a las cinco, para tomar un desayuno en la cocina que ya es un sauna, y hacer una caquica liberadora, si tengo suerte y los baños no están todos ocupados. Una combi nos carga a todos y nos lleva a la farm. Allá nos colgamos al trailer del tractor, donde van a ir acomodadas las bananas, y penetramos la plantación que es como una selva enana y prolija. Empezamos a cargar los cachos de banana, que pueden pesar entre quince kilos (los más pequeñitos) hasta ochenta kilos. Un loco con machete tajea un poco el árbol de banana (que por si no sabías es como una palmerita), y yo me cuelgo del cacho para acomodármelo sobre el hombro, y ahí el loco lo corta así yo lo puedo llevar hasta el tráiler, donde otro infeliz lo acomoda y lo ata bien firme. Ahora, si la complicación fuera sólo el peso de los cachos, no estaría tan mal, no. Pero a veces el que corta no lo hace tan bien, sino que te arroja desde lo alto un bodoque sobre la espalda, o te hace sostener durante eternos segundos el peso de todo el árbol que se vino abajo antes de tiempo, o le calcula mal y un cacho de bananas que cuelga a cuatro metro del piso se precipita sobre tu cabeza cual gordo suicida... ¿Qué es peor que eso?


El agua. Ponele que llueve: trabajás igual, sin parar. Incluso está bueno porque te mantiene fresco. ¿No llueve? Te cubrís de sudor en milésimas de segundo, toda la ropa mojada. Además los cachos de banana, que están todos protegidos con bolsas de plástico, acumulan agua en la parte de arriba, agua que baja por tu espalda, la raya del tujes, y se te mete en las zapatillas. Por eso mejor si la zapatilla tiene agujeros. Otra cosa que te empapa constantemente es el jugo propio del árbol, un jugo viscoso que te irrita la piel y, si se te llega a meter en la boca, te genera una sequedad horrible que no se te va con nada. O sea, por si no se entendió: trabajás completamente mojado durante ocho o hasta diez horas, con zonas que se empiezan a paspar y arden como tortura china, hombros que se aplastan, remera que se pegotea por todos lados, arañas murciélagos y ranas, cuestarriba y cuestabajo cargando cadáveres de bananas sobre el barro y los yuyos que te pinchan las piernas, tragándote telarañas, asándote bajo el sol, siguiendo adelante solo porque sos muy orgulloso y porque los otros locos de mierda de tu equipo se la pasan haciendo chistes y revoleándote bananas inmaduras desde el tráiler.



Orgullo, sí, orgullo de mi propia fuerza de voluntad. Porque vi musculosos de gimnasio renunciar a media mañana en su primer día. Porque a pesar de los padecimientos, se siente bien volver al hostel, pegarte una ducha de media hora (creeme que la grela que te dejan los árboles de banana no se te van en una simple ducha), manducar algo (durante un mes mis almuerzos fueron sanguchitos y mis cenas, noodles instantáneos) y acostarte a reflexionar que si sobreviviste una jornada más, es posible, probable, que sobrevivas cualquier cosa.

Terminadas cuatro semanas en el hostel Walkabout, volví por unos días a Nethergreen, a reponer energías y llenar el buche, y me preparé para enfrentar mi próximo destino: tres meses en Japón.



Rafa Deviaje.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Descanso en Nethergreen


No lo supe yo, pero esa primera noche en Nethergreen (el nombre que le venía puesto a la casa que solía ser escuela rural), antes de ser mordido por la serpiente, Choco me dio el pase que hacía falta para entrar al corazón de aquella familia: mientras charlábamos en la penumbra, se vino a echar a mis pies. Ivan tenía plena confianza en el criterio del perro: Choco, me dijo, se acostaba sólo cerca de personas que fueran de fiar, y desconfiaba naturalmente de cualquier sospechoso.


Por eso, en el corazón de la conmoción por tener a un perro agonizando en la veterinaria, Ivan vino con la idea de que podía ayudarlo a hacer una pequeña huertita para vegetales, atrás de la casa, mientras veía dónde podía conseguir un trabajo en serio.


Y así empecé: después de tres o cuatro días de duro trabajo bajo el sol que calentaba de lo lindo, la huertita estuvo hecha, con sus surcos, su corralito protector y su sistema de irrigación instalado. Choco volvió de la veterinaria después de casi cuarenta y ocho horas inconsciente, débil, estresado, traumado. E Ivan me señaló el pequeño bosquecito que creía en cada esquina del terreno: si tenía ganas (no tenía que sentirme obligado), podía quedarme más tiempo, mientras podaba aquellas arboledas, sacando árboles jóvenes y podando los demás a una altura de dos metros, para que los nenes pudieran jugar ahí sin temor a serpientes escondidas.


Respiré profundo, respiré aquel aire de montaña tan cálido de día y tan fresco de noche, tan lleno de humedad y de polvo, y dije que sí. La tarea me llevó un mes: durante seis años la casa había estado descuidada, y los bosquecitos eran pequeñas junglas.


Durante ese mes vi insectos de todo tipo, arañas de todo tipo, pájaros varios, y en los ratos libres jugaba con Luke y Olivia, charlaba con Ivan y Amanda, iba a pasear con ellos a unos laguitos, a un bosquecito, a nadar al río, a comer a restaurantes simpáticos.


Terminada la deforestación (que dejó una pila de madera de, calculan los expertos, entre siete y diez toneladas) vinieron días de reposo y de lluvia, de básquet y de tenis, de fútbol y de cama elástica, de darle una mano a Ivan con esto y aquello, de hablarle de películas que había visto y escuchar historias que él había vivido, de escribir y leer mucho, de sol poniéndose sobre las montañas y de siestas en hamacas, de olvidarme que el tiempo pasaba...


Fueron casi dos meses los que pasé en Nethergreen. La suprema tranquilidad, la selva en las colinas que se esfumaban en el horizonte, los chapuzones en el río, las ocurrencias de Luke y Olivia, las infinitas anécdotas de Ivan, me habían atrapado.


Pero supe que ya era hora de despedirme, prometer que volvería a saludar, darle un último mimo a Choco, y tomármelas: bajar la montaña otra vez camino al mar, y buscar un trabajo que me permitiera aplicar a la extensión de mi visa. Innisfail, aquel pueblo bananero al que me dirigía cuando Ivan me levantó en la ruta, en las afueras de Townsville, seguía siendo mi destino.



Rafa Deviaje.