viernes, 29 de abril de 2016

Ueno: recargado


El último viernes en Japón salimos a pasear con Miki por Ikebukuro, donde recorrimos shoppings, sitios nerdos, compramos boludeces (él más que yo, pero así y todo el local de Estudio Ghibli me pudo) y probé una crepe ponja. Estuvo bueno.  El sábado me levanté con más ganas de caminar.


Me quedaban dos mil quinientos treinta y un yenes en el bolsillo y, como era finde, sabía que no podía cambiar hasta el lunes siguiente. Así que me propuse hacerla bien económica: salí a caminar temprano hacia Akihabara, la Meca otaku, y sucedió que encontré un local con una mesita afuera con muñequitos mega baratísimos porque estaban sin sus cajitas originales... Lo llamé a Miki, le comenté los precios, le pasé algunas fotos, y al final compré dos pequeñas muñequitas, una para cada uno, a modo de souvenir.


Contento con la compra seguí camino hacia Ueno. Pero me crucé con un hyaku-en, o 100-yen-shop (un todo por dos pesos de la mejor calaña) de esos grandes y llenos de cosas, y perdí media hora comprando pelotudeces para mandar a mi familia (que causaron sensación, lo juro). Saldo disponible: novecientos treinta y un yenes.


Anteriormente yo había pasado únicamente por la zona de museos y el parque central, pero hoy, sábado, encaré para las calles del mercado... Por Dios, qué mercado el mercado de Ueno.


Infinito. Apabullantemente congestionado de humanos. Con todo, todo lo que quieras: ropa de la buena, ropa barata, cosas usadas, y comida, pescados frescos (o vivos), pescado seco, especias de todo el mundo, ofertas y ofertones, y más negocios subiendo escaleras, y más negocios bajando a un subsuelo. Una locura.



Después de deambular mirando mucho y comprando nada me tomé un descanso en el templo Tokudaiji y después me gasté quinientos yenes en morfi. (Otro día, sólo de paso y en compañía de Miki, nos comimos unos kebab que un nepalés buena onda nos dejó a descuento y estaban geniales, los recomiendo.)



Entonces enfilé hacia el Parque. No tenía suficiente para entrar a ninguno de los otros museos, así que simplemente recorrí el templo Kiyomizu Kannon-do, los santuarios Gojoten y Hanazonoinari (que están pegaditos) y, si bien tampoco fui al Zoo (me habían contado que el panda no estaba en exhibición por preñez), pero sí visité el santuario Toshogu.



Para ese entonces ya oscurecía, me quedaban cuatroscientos treinta y un yenes para sobrevivir, y mis zapatillas apuntaban hacia zonas conocidas: Asakusa.



Rafa Deviaje.

jueves, 28 de abril de 2016

Tokyo Tower: la Eiffel de Japón

Hasta que la SkyTree le quitó el protagonismo, la Tokyo Tower era el emblema y orgullo de la ciudad: una antena de tele y radio construida después de la Guerra para simbolizar el empuje de los ponjas. (Curioso, parece que una tercera parte del metal usado en la construcción vino de tanques de guerra.)


Como al pasar los años se quedó chica, hoy es más un atractivo turístico que otra cosa, y así lo confirmé cuando me acercaba a su base: cada veinte pasos encontrabas a alguien en la vereda con la cámara hacia arriba.

Copiado el diseño de la torre Eiffel totalmente a propósito, terminó siendo incluso un poco más alta, y fue pintada de blanco y naranja para que ningún avión se la lleve puesta. En la base funciona un shopping y, por supuesto, tiene una plataforma de observación a la que, por supuesto, no fui.


Cuando salía de Tsukishima, más temprano ese día, llamé a Miki y le dije que iba a ir hacia la Tokyo Tower, y le insistí para que fuera él también, así nos encontrábamos allá y cenábamos. Así que me extrañaba, después de darle vueltas y vueltas, que no lo encontrara aunque él me juraba por mensajito que estaba ahí, afuera de la torre, esperándome.


Entonces le pedí que me pasara una foto de la torre en la que estaba: y sí, el salame se había ido hacia la Sky Tree. Me reí y me fui a pasear por los alrededores, donde está el templo Zojo-ji, enorme y copado, pero cerrado. El día que vuelva a Tokyo, no me voy a perder la oportunidad de visitarlo.


Finalmente me pegué la vuelta, nos encontramos con Miki para comer por ahí, celebramos el fin de otro día en la cuenta regresiva, y volvimos al departamento.


Rafa Deviaje.

domingo, 24 de abril de 2016

Tsukishima, La Boca de Tokyo


Desde Shinjuku me tomé un trencito hasta la Estación de Tokyo. Divagué un poquito alrededor y enfilé hacia Tsukishima. Estando en Innisfail había conocido a Yoshi, un japonés muy copado originario de este suburbio de Tokyo, y me había recomendado fuertemente ir a recorrer sus calles.


Tsukishima no es hoy lo que solía ser, me explico Yoshi: es una isla artificial creada con la tierra que excavaron para hacer un canal, más montones de basura. Históricamente era lugar de criminales y yakuzas, pero poco a poco enormes edificios de departamento y mejor infraestructura convirtieron el lugar en algo pintoresco y atractivo.



Apenas llegué a la isla, cruzando el puente, pude ver cómo colocaban una puerta torii con una grúa, y visité los santuarios Sumiyoshi y Moriinari y me fui a buscar geocaches alrededor del canal. La tardecita me tentaba para tirarme a descansar en un rincón de sol, ver las florcitas y los nenes que salían de la escuela, pero me hervía la sangre en las piernas por caminar.

 

Así que enfilé por la principal calle comercial y la anduve de punta a punta. Honestamente debo decir que lo que encontré ahí no me atraía en absoluto: locales como en cualquier otro sitio y puestos de comida que se especializan en un platillo local, el monjayaki (un omelette con verduras y pescado que puaj). Lo que sí me gustó fueron los cientos de callejoncitos que se abrían hacia los costados.


Por esos callejoncitos me mandé a caminar después, yendo y volviendo montón de veces, observando aquellas partes más viejas de la ciudad de las que me había hablado Yoshi: casitas mal cuidadas, fabricadas con chapas, pobres y baratas. Tuve la sutil sensación de estar caminando por las calles de La Boca, en Buenos Aires.



En Tsukishima hay un personaje célebre al que deseaba encontrar pero no pude: un viejito con una tortuga como mascota que, correa en mano, sale a caminar varias veces por semana.




De Tsukishima, buscando geocaches, crucé el puente y me fui a Tsukiji, el Mercado de Pescado. Este sitio es popular entre turistas porque todas las mañanas se realiza la venta de toneladas de pescado fresco y otros frutos marinos. La gente va a intentar colarse (está permitido entrar después de las 9 am, pero lo divertido, me aseguran, es ir tipo 6 y esquivar a los policías) y degusta todo tipo de pescados.



Cuando yo fui, ya ocultándose el sol, no quedaba nada. Pero tampoco me importó tanto: ni me pintaban las ganas madrugar mucho ni me fascina el pescado. Pero me gustó conocer el santuario Namiyoke y el templo Tsukiji Hogan-ji con su iluminación nocturna. Me hubiera gustado también ir al Jardín Hamarikyu, pero ya anochecía. Y aunque moría por volver y tirarme en la cama, tenía un destino más pensado para esa noche: la Tokyo Tower, antiguo emblema de la ciudad...



Rafa Deviaje.

jueves, 21 de abril de 2016

Shinjuku: recargado


Otro día (un lindo día) fui temprano para Shinjuku. Para estrenar la mañana, salí del subte directo a las Torres Metropolitanas de Gobierno, a contemplar la ciudad desde arriba en un día de sol. Se veía todo, desde el nítido Sky Tree al inmenso y blanquito Monte Fuji. Pero debo confesar: el día de niebla y smog la ciudad tenía más magia y misterio.


De ahí divagué por las calles centrales, pasé por comercios, shoppings, salas de cine (en una tienen un godzila gigante asomándose sobre los edificios, re kakoi), puestitos de comida, locales otaku, puestitos con viejas que te leen las líneas de la mano.


Y llegué al lugar que quería ver: los Jardines de Shinjuku. En mi última visita, un día del otoño agonizante, había quedado deslumbrado entre árboles pelados y arces bañados en estrellas de sangre, y estaba ansioso por ver el cambio surgido después de casi tres meses.


Primavera. No a full, no plena, pero pujante. ¿Y qué significa primavera en Japón? ¡Sakuras! La flor del cerezo, flor nacional nipona, cubriendo cada rama de aquellos árboles que yo viera pelados la vez anterior. Los pobres arces, deshojados, ahora pasaban a segundo plano.



El clima no podía ser más lindo: sin importarnos el pasto en la ropa, montones de personas nos tirábamos por ahí a descansar, ver el celeste del cielo, ver el rosa y ver el blanco de las flores, ver las sombras de los árboles que, con millones de pétalos a los pies, parecían ser sombras teñidas.





En algunos sectores del parque la primavera despuntaba todavía tímida, con unos diminutos destellos de flor, pero en otros (en esos donde los turistas, especialmente chinos, se conglomeraban con cámaras excitadas) todo era ya un caos violento de diminutos pétalos rosados, pistilos sonrientes y pimpollos que, si escuchabas con cuidado, podías oírlos gritar desde adentro: ¡gambaranakya! Un mes más tarde, empezando abril, esos pimpollos serían la mágica lluvia de pétalos que inspiran tantos primeros episodios de tantos animés.






En un rincón apartado encontré a un oficinista que, aprovechando el recreo del almuerzo, practicaba truquitos con su balero (o kendama). Quería sacarle una foto haciendo lo suyo en aquel entorno así que me le acerqué a hablar, y a pesar de mi básico japonés entendí que venía practicando durante el almuerzo desde hacía un año (sí, se tiraba unos malabares bastante impresionantes) y que quería volverse pro en el asunto. Y de su maletín sacó otro balero y me invitó a jugar.



Rato largo después, cuando noté que las risas lo desconcentraban y que cualquier comunicación se volvía engorrosa (y desencadenaba más risitas nerviosas), le agradecí por el buen rato y me alejé sonriente. Recién al salir del parque me di cuenta y me golpeé la frente: no le saqué una foto, qué tarado.



Rafa Deviaje.

miércoles, 20 de abril de 2016

De templo en templo


Seguí mi caminar por la ciudad, saltando de geocache en geocache, y del Ryogoku Kokugikan llegué al templo budista Eko-in. Este templo es moderno y ese balconcito con bambúes es re buena onda. Por dentro tiene los mismos tatamis pero iluminación cool y esas cosas, pero no se podía pasar.



El cementerio aledaño es uno de los más pintorescos que conocí, con esculturas mononas y sus cientos de buditas. Y abajo de un techito tiene una piedra grandota, piedritas y cepillo: curioso me quedé a observar, y vi a varios que pasaban a raspar las piedritas contra la piedrota, limpiar el polvito y pedir algún deseo. Para no ser menos pasé yo también, y raspé con más ganas que nadie para imponer respeto.

 


Después el geocaching me llevó hasta el templo Yagenborifudoin, y después de eso perdí el rastro del tiempo y el sentido de la ubicación: caminé y caminé pasando por templos y santuarios, parques y plazas, callejones y avenidas.

 

Coleccioné con la mirada montón de guardianes Fu, de oficinistas fumando en un banquito, de viejitos inclinándose frente a una piedra con inscripciones, de tipos en traje tirando su monedita de cincuenta yenes (¡ratones!) en la alcancía cuadrada de algún santuario y jalando de la soga para hacer sonar un cascabel gigante, de rincones silenciosos y cruces peatonales complicados.


 

Coleccioné vistas de ríos y canales, de puentes y edificios, Lawsons, 7elevens, (panchitos por cien yenes y latitas de café), puertas torii, entradas al subterráneo, estatuas chistosas y, sobre todo: geocaches. Como seis por día encontré.


Rafa Deviaje.