Desde las Torres Metropolitanas de Gobierno caminé hasta el parque donde está Meiji Jingu,
otro de los templos (hablando correctamente, templos son los budistas, y este es un santuario sintoísta) más conocidos de Tokyo, y que a mí me gustó
mucho porque está en medio del parque y no en medio de la
ciudad.
Desde la entrada ya se
percibe cierto cuidado espiritual en la cosa porque tenés que
atravesar una puerta torii gigante y meterte por un pasillo
larguísimo rodeado de árboles enormes.
En cierto punto, si viste Battle Royale, se te puede volver siniestro, porque empezás a ver altavoces viejísimos ahí en medio de los árboles, dando unos anuncios cada tanto, pero quedate tranqui que está todo bien.
Y entonces llegás de un par de curvas a unos paneles llenos de unos tambores raros pero fotogénicos. Llegás a una puertita de tejas oxidadas de verde, edificios de madera oscura, fuentes donde te lavás las manos para purificarte, y una especie de patio cuadrado donde mires a donde mires ves cosas lindas y japoneses sacándole fotos a esas cosas lindas.
Y entonces llegás de un par de curvas a unos paneles llenos de unos tambores raros pero fotogénicos. Llegás a una puertita de tejas oxidadas de verde, edificios de madera oscura, fuentes donde te lavás las manos para purificarte, y una especie de patio cuadrado donde mires a donde mires ves cosas lindas y japoneses sacándole fotos a esas cosas lindas.
Tuve el infortunio de ser interrumpido por un tipo de seguridad que me impidió sacar fotos “centradas” del templo, pero me dejó sacarlas dando un paso al costado. Obviamente me impidió sacar fotos “hacia adentro” (lo cual está prohibido en casi todos los templos/santuarios medianamente concurridos), y por último me impidió tomar un descanso sentado en los escalones, pero bueno. Ustedes que saben, si alguna vez van al Yayogi, no hagan esas boludeces, o si las quieren hacer, háganlo rápido y salgan corriendo.
Después de encontrar un
banco oficialmente habilitado para sentarse y reflexionar sobre la
vida, volví caminando a la ciudad, aquel contraste estupendo que de
alguna forma se complementa perfectamente. Y me pareció entender por
qué me gustaba Tokyo: grande, descomunal, apabullante... pero las
personas en la ciudad se conducían de la misma forma que adentro del
templo. Ahí estaba, comprendí, y no en la pulcritud de las veredas
y la puntualidad del transporte público (ni mucho menos en la oferta
tecnológica ni en la frikeada de animés), la magia de Tokyo.
Rafa Deviaje.
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