De la casa de Ikue, en
Gifu, fuimos a la antigua capital del Japón, la ciudad más cultural
del país, con la mayor concentración de templos y santuarios y
cosas viejas, tradicionales y veneradas: Kyoto. Y ella nos recibió
de la mejor manera: el flaco recopado que nos levantó en la Service
Area de Yoro se desvió sólo por nosotros hasta la estación
central, donde nos regaló yatsuhashi, unos dulces regionales de pasta blanda y anko, y nos
sacamos fotos todos juntos con la Torre de Kyoto atrás. De lujo.
De ahí otro tren nos llevó hasta el lugar que habíamos alquilado por internet: un poco alejado
del centro pero con un dueño muy buena onda y mucho espacio para
nosotros. A mí eso me vino genial porque me sentía enfermo desde
antes de dejar Gifu, y después de todo el día viajando ya no daba
más.
Pero después de pasar un
día y pico en reposo estuve en condiciones de salir a recorrer, y
salimos con Miki a caminar los templos más cercanos, como el Hoto-ji y aledaños. Y si Kyoto ya nos gustaba, con
su porte de ciudad no tan apabullantemente grande y su sobriedad
tradicional, desde aquel día en que recorrimos las callecitas de
los suburbios y nos internamos en las proximidades del bosque, nos
encantó.
Pasamos por algunos
templos menores, en los que yo aprovechaba el descuido y la falta de
cartelitos para sacar fotos hacia adentro (de nuevo, en los templos y
santuarios más impresionantes siempre hay seguridad y nunca pude
sacar una foto, así que me sacaba las ganas en estos otros lugares),
y en la parte de atrás del templo Sekihoji encontramos un
bosquecillo plagado de estatuitas de piedra, mohosas, medio cómicas,
esparcidas por todos lados.
Un viejito nos explicó muchas cosas en
japonés y, mal que mal, deducimos que eran los quinientos discípulos
de Buda (temática bastante frecuente y que siempre deleita por la
abrumadora repetición).
Saqué fotos a diestra y siniestra y al
irnos del templo, satisfechos, nos salió al paso una viejita que nos
dijo que la entrada al jardín trasero eran trescientos yenes (los
cuales pagamos de inmediato) y me aclaró que no se podían sacar
fotos. Yo sonreí y dije, no sin faltar a la verdad, que no iba a
sacar ninguna foto... La viejita se dio media vuelta para poner las
monedas en la alcancía y Miguel y yo huimos escaleras abajo.
Rafa Deviaje.
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