sábado, 31 de octubre de 2015

Bienvenido a North Queensland


Recuerdo que salir de Townsville resultó una pesadilla. Pregunté por un bondi que me dejara sobre la ruta principal, saliendo hacia el Norte, y me tomé el que recomendaron. Recuerdo que hacía calor, y recuerdo que le chofer hablaba un inglés inentendible y parecía medio boludo. Cuando le expliqué mi situación y le pedí si me podía avisar cuando me tenía que bajar, dijo que sí sí, pero después nunca se acordó. Y cuando me paré a preguntarle qué onda, me dijo acá acá, y le creí. Bueno no, no era ahí ahí ni a palos, nadie iba a parar nunca a levantar a un mochilero. Terminé tomándome otro bondi y volviendo al mismo lugar de donde había partido esa mañana. Revisé el mapita de los recorridos con ojo experto y terminé tomándome otro bondi hacia una especie de estación de intercambio. Ahora, este otro chofer, sin dudas con las mejores intenciones, me indicó en un momento que me tenía que bajar, pero una vez en la vereda vi que no estaba en estación de intercambio. Tomé otro bondi más y llegué a ese pequeño shopping donde casi todos los bondis tienen nido, y tras media hora de espera finalmente pude tomarme aquel colectivo que me iba a dejar en las afueras de la ciudad. El cual terminó dejándome como a un kilómetro y medio de donde yo podía ponerme a hacer dedo, porque claro, entrando en la autopista el colectivero por más buena onda que sea, no se va a frenar por vos. A todo esto eran casi las cinco de la tarde.



Caminé a la vera de la ruta con coches y camiones abanicándome al pasar. Puteaba por lo bajo cuando tuve que esperar una pausa en el tráfico para cruzar corriendo un puentecito sin pasarela peatonal. Pero finalmente llegué ahí, a ese cruce de caminos donde la ruta principal ya es una sola que dispara derecho al Norte. Bajé la mochila al piso, alcé el pulgar, y a los dos minutos paró una camioneta enorme con un tráiler. Sensacional.




Era Ivan el que me levantó. Mánager de construcción, o sea jefe de jefes. En seguida me inspiró confianza, sobre todo porque se notaba, en su mirada que se concentraba en el camino, que me estaba evaluando atentamente. Nada que ver con los que te levantan esperando escuchar historias copadas que no tenés, o porque quieren saber cómo te las arreglás para vivir con lo que entra en una (dos) mochilas.



Debí pasar la prueba, porque cuando le dije que quería llegar a Innisfail para trabajar en las plantaciones de banana, me explicó que él vivía cerca de Atherton, lugar de granjas y tambos. ¿Puedo ir con vos hasta allá? Me dijo que sí, y me invitó a pasar una noche en su casa, con su mujer y los dos hijos de ella. Y de camino allá me advirtió, como buen local, que tuviera cuidado con las serpientes, porque empezaban a salir al mundo después del invierno.



Nos alejamos de la costa montañarriba y llegamos bien tarde a su casa, que supo ser una escuelita rural y tenía un predio enorme, cancha de tenis/básquet/netbol, baños en un edificio a parte y una mini cancha de cricket. El primero en aparecer no fueron los hijos (de siete y ocho años) ni la mujer, sino Choco, su perrito de tres patas. Sacudiendo la cola, oliéndome y buscando mimos.



Pude ver otro perro atado a un poste, perro de amigos que se habían ido de vacaciones y que hacía estragos si quedaba suelto. Choco no hacía eso, él era el perro inteligente. Cenamos y nos quedamos hasta tarde charlando. Bah: escuchando a Ivan contar historias de los trabajos que hizo alrededor del mundo, de las boludeces que hacía de pendejo, de autos, de animales, de cazar camellos, saltar en paracaídas a la noche y pilotear helicópteros, de choques de autos y demoliciones en Medio Oriente.

Me fui a dormir feliz. Pero a la mañana siguiente, cuando me despertó el sol, encontré a la familia un poco triste: durante la noche, el perro de sus amigos había muerto. Probablemente, dijo Ivan, una serpiente. Y media hora después, cuando yo todavía no había terminado el desayuno, escuché gritos y llantos y apareció Ivan con Choco en brazos y convulsionando: Olivia, la menor, había pasado cerca de la serpiente y Choco saltó a ladrarle para advertirle y ¡zas!, se ligó el mordisco.




Corrí a abrirle la puerta de calle mientras salía apurado en la camioneta, y unas horas después volvió con cara un poco amargada. Choco estaba mal, muy mal, cerquita de morir después de dos infartos, y sin despertar. La serpiente se había escabullido. Si Choco se muere, me preguntó Luke, el varón, ¿se va a ir al cielo?. Yo no sabía dónde meterme.

"Es la primera vez que nos pasa algo así", dijo Amanda, su mujer, y me parecía difícil de creer. "Bueno", añadió Ivan, recuperando un poco su buen humor, "bienvenido a North Queensland".





Rafa Deviaje.

jueves, 1 de octubre de 2015

Hello Australia


El once de agosto llegué a Melbourne, ciudad hermosa llena de callejones lindos, arquitectura deslumbrante, cultura y música que desborda desde cada pared y cada abertura. En Melbourne descansé una semana, paseando, comiendo mucho por poca plata, foteando y escribiendo, antes de agarrar viaje hacia el norte. A dedo.




Me habían dicho que hacer dedo estaba prohibido en Australia. Investigué un poco y descubrí que no estaba cien por ciento prohibido, pero que tenía mala fama: hace más de treinta años hubo una serie de asesinatos, y el estigma había quedado ahí gracias a la película Wolf Creek. De todos modos decidí que necesitaba de mi propia experiencia.

Era mentira. En Nueva Zelanda la gente está acostumbradísima a levantar mochileros y parece no costarles nada desviarse para dejarte donde vos tenés que ir, pero acá no son tan facilitadores en ese aspecto. Pero sí mucho más amistosos que el kiwi promedio.



Pasé una primera noche en carpa y no me picó ningún bicho letal ni fui devorado. Llegué a Canberra, capital del país, y me alojé con un huésped de Couchsurfing oriundo de Burma. La ciudad es interesante, desde su Memorial War, su Parliament, sus muchos museos estrambóticos y el diagrama de sus calles. Pero tiene un punto débil: del lado donde está el Parlamento y todas las embajadas no hay un puto tacho de basura.



Allá me fue a buscar un antiquísimo amigo de mi viejo y me paseó a nivel de lujo hasta Sydney, pasando por playas hermosas y comiendo rico. Pasé unos días en Bondi Beach, quizás la playa más popular de Australia, y otros en Manly Beach. Recorrí el centro de la ciudad más grande de Oceanía, me enamoré del Opera House, caminé ida y vuelta sobre el Harbour Bridge, me colé en una muestra de arte en un museo, miré el horizonte ansioso de ver Finding Dory el año que viene, encontré una placita diminuta con esculturitas diminutas.



Y seguí rumbo al norte. Mi pulgar me llevó a conocer gente muy interesante, muy amable, muy amistosa, muy predispuesta a comunicar lo que sea que quieran comunicar, gente llena de historias. Gente con la que llegué a viajar setescientos kilómetros ininterrumpidos. Y hasta un policía me dio un aventón.





Empezó a hacer calor. El calor que tanto había anhelado entre las nieves Neozelandesas. El agua se puso cálida. Esperar a la vera del camino se volvió pesado después de Brisbane (ciudad hermosa a la que apenitas recorrí), y después de la tropical Townsville, usar bloqueador me pareció fundamental.



Entonces tuve suerte: a la salida de Townsville me recogió Ivan, un mánager de construcción. Le dije que iba hacia Innisfail, donde esperaba poder hacer mis ochenta y ocho días de trabajo de campo para extender mi visa, y él me dijo que me podía dejar cerca, pero que iba hacia Atherton. Y por lo que me contó de Atherton, decidí que podía probar suerte ahí, y me invitó a pasar la noche en su casa. En ese momento las cosas cambiaron...

Para ese entonces llevaba casi un mes en Australia, había recorrido más de tres mil quinientos kilómetros a través de los estados de Victoria, Capital Territory, New South Walles y Queensland, y había visto canguros, wallabies, emús, wombats muertos a la vera del camino, cacatúas y otros loros coloridos, lagartos varios.


[Bonus: Nueva Zelanda versus Australia]

[Son muy parecidas si las comparo con mi natal Argentina, pero con leves diferencias cuando se las compara entre sí.]
[Para empezar, el acento australiano se me hace un poco más entendible que le kiwi, y si bien ambos son generalmente buena gente, el aussie es más llevadero y preduspuesto a caerte bien, te va a salir a dar charla de una. Por otro lado, Australia no es tan calma como Nueva Zelanda: acá tocan bocina, gritan, aceleran a fondo y se putean un poquitito más.]
[En cuanto al tráfico es casi igual. La mayor diferencia es el tema de las distancias: en Nueva Zelanda todo está a dos horas y media en auto, todas las rutas zigzaguean, y los cruces peatonales están señalizados con redondeles naranjas. En Australia las distancias son infinitas punto rojo ida y vuelta, la mayor parte de las rutas son rectas, y los cruces peatonales son redondeles amarillos con el dibujo de dos piernas con mocasines.]
[Nueva Zelanda se jacta por no tener predadores naturales (salvo un halcón), y absolutamente ninguna criatura silvestre capaz de matar a un humano. En Australia tenés, por supuesto, tiburones, cocodrilos, serpientes y pitones, arañas y escorpiones. Pero también me enteré que hay que cuidarse de las medusas en el verano, de unos pulpitos venenosos, del pez piedra, de los cienpieses, de algunas plantas venenosas, de un pájaro llamado casuarin al que le gusta destripar gente, de pequeños parásitos... Honestamente, le desconfío hasta a las mariposas.]
[Por último, cabe aclarar a la muchachada que las minas en Australia están mucho mejor que en Nueva Zelanda. Muchísimo.]


Pero recién al día siguiente, cuando amanecí en lo de Ivan y su familia, empecé a comprender cómo era la relación entre el australiano y la naturaleza fuera de las grandes ciudades. Australia, me di cuenta, es un país salvaje.


Rafa Deviaje.