miércoles, 12 de agosto de 2015

Chau Nueva Zelanda

Bueno sí, me despido con una lista de observaciones que en un año y cuatro meses y dos semanas y dos días no dejaron de asombrarme sobre Nueva Zelanda.

En las bibliotecas públicas siempre hay gente de todas las edades. Incluso tipos que se ponen a hacer rompecabezas.

Las cerraduras funcionan al revés de como funcionan en Argentina. Las del auto también (claro, los autos tienen el volante al revés también). Incluso en edificios viejos vas a ver el agua fría a la izquierda.

La única mayonesa sabor a mayonesa es la Duke's, y se consigue en el CountDown. Pareciera que los kiwis no saben lo que es la mayonesa en serio.

Nadie sabe dónde queda la Zelanda original. Ni yo.

Acá no hay perros vagabundos. Ni siquiera los vagabundos tienen perros. Terrible.

No entiendo bien cómo es que funciona, pero para cruzar la calle, siempre primero miro sobre el hombro, hacia atrás. Raro.

Las galletitas CookieTime son una adicción. Una a-dic-ción. Tendrían que hacer un Breaking Bad versión CookieTime. Yo la vería.

Cortar el pasto es la gran cosa en Nueva Zelanda. Podrá pasar inadvertido, pero si mirás bien, vas a ver toda clase de aparatos (desde bordeadoras hasta tractores con guadañas) para mantener el pasto cortito.

Las etiquetas de la fruta tienen una solapita para que las despegues fácil.

La gente en general es amable. Eso nunca dejó de sorprenderme.


Rafa Deviaje.

martes, 11 de agosto de 2015

Misión cumplida: Cape Reinga


Volví de la fantástica Waiheke Island a Auckland. Y estuve ahí a puntito nomás de venderle el auto a una pareja de taiwaneses, pero a último momento se echaron atrás. Entonces miré el calendario, conté los días que me quedaban antes de irme de Nueva Zelanda, y decidí que si todavía no lo había logrado vender, era porque teníamos una última cita pendiente, mi auto y yo.


Llené el tanque y partí, raudo, hacia Northland. Las colinas llenas de pasto verdísimo se sucedían unas a otras, pequeños pueblos y ciudades costeras se sucedían unas a otras, nubes rosas y violetas con llovizna en la panza se sucedían unas a otras, y yo iba sin detenerme a sacar ni una foto porque tenía la brújula en aquel punto donde termina la tierra firma de Nueva Zelanda: Cape Reinga.


Las rutas son hermosas y zigzagueantes, y yo estaba disfrutando de una comunión íntima con el auto, girando en cada recodo como si fuésemos uno, acelerando siempre a tiempo, utilizando la fuerza de gravedad en las bajadas, economizando el uso de los frenos. ¡Qué sensación!

Hice un alto en Kaitaia para comprar algo de comida y me zambullí en los últimos ciento veinte kilómetros de camino recto que me separaban de Cape Reinga. Llegué, estacioné, agarré la cámara y me fui casi a los saltos hasta donde está el faro que marca el final.


La vista no será la mejor que ofrece Nueva Zelanda, pero igual hipnotiza: los médanos hacia el suroeste, las olas atravesadas del Pacífico que chocan contra las del Mar de Tasmania, playas y cerros, los lejanos peñascos de los Tres Reyes, unos islotes todavía más nórdicos, y el pequeño faro y su poste que indica, con cartelitos amarillos, direcciones y distancias a varios puntos icónicos de toda la Tierra.


Me puse a hablar con un alemán que se había ido en bici, y que quería recorrerse todo hasta llegar a Bluff, allá en la otra punta de la Ruta 1, al Sur de todo. En eso vimos que se acercaba una parejita con mochilas enormes y cara de cansados, y que al llegar al poste lo abrazaban y besaban y dejaban caer sus mochilas de lado. Me les acerqué, intuyéndolo todo, y les pregunté de dónde venían.


De Bluff. Caminando. Los felicité y les saqué una fotito a los dos posando. Haber hecho lo mismo en auto me daba hasta un poco de vergüenza.

Después un tipo morrudo me ayudó, haciéndome piecito, y pude treparme a la cúpula del faro (cosa que obviamente no se puede hacer, ¿pero quién se anima a detenerme al final de mi recorrido?) y aunque sólo tenga doce metros de alto me sentí más cerca del cielo.


Las nubes eran fantásticas. El espacio era altísimo, la puesta de sol, que nos quedamos a ver con el alemán de la bici, fue preciosa, fue precisa, fue brillante, inolvidable. Me di cuenta en ese instante que nunca antes había visto el sol ponerse sobre el mar. Brindé con unas lagrimitas en los ojos por ver siempre algo nuevo.

Al día siguiente me lo crucé al alemán, atamos su bici al techo del coche y fuimos a una playa que tiene dunas altísimas, que el viento barría incansablemente haciéndonos sentir que estábamos pisando otro planeta. Lo dejé al flaco en su lodge, y de a poco fui volviendo. Al Sur, hacia Auckland, atravesando sucesiones de colinas verdes, ciudades costeras, nubes panza lluvia pasajera.

Dormí una última vez en el auto, y lo vendí al día siguiente, el domingo. Pasé una última noche en un hostel. Pensé en salir a caminar, recordar la Auckland nocturna, pero no sentí que hiciera falta. Si el Rafa de un año cuatro meses y dos semansa atrás me veía, seguro me lo reprochaba: había salteado algunos puntos a lo largo de Nueva Zelanda y muchos otros los había visto así nomás de pasada. Pero mi sensación ahora, con la cosa terminada, era de estar completamente satisfecho. No cambiaría nada. Tenía la liviana alegría de no sentir la necesidad de volver atrás la mirada.


Al día siguiente armé y aligeré un poco la mochila, pasé a despedirme por Remedy, y me fui, con un tren y un colectivo, hasta el aeropuerto. Pasé una mala noche sobre unos asientos y temprano, amaneciendo, despegó el avión que me arrancó de Nueva Zelanda y me depositó, suave como el final de una buena carcajada, en Melbourne: el viaje a Australia recién empezaba.





Rafa Deviaje.

Waiheke: amor a primera vista


Whaiheke Island, había escuchado hacía muchísimo tiempo en boca de ya no recuerdo quién, era considerado uno de los lugares más hermosos del mundo... Y si bien yo dudaba de ese tipo de declaraciones, lamentaba tener sólo tres días para dedicarle.


Caí temprano y me fui a Bio Shelter, un hostel relativamente barato. Camino hacia allá encontré un grupito de argentinos y nos fuimos charlando, y de buena onda nomás me invitaron a comer con ellos esa misma noche.


Llegué a Bio Shelter y conocía Ivan, el dueño y constructor, y me pareció copada la onda del lugar: un edificio raro, con cúpulas como burbujas y ojos de buey, con camas y escaleras esparcidos por todos lados, con alfombras, con decks, con plantas y macetas y faroles raros y con todo lo que hace falta para que se sienta inmediatamente tu hogar. (Punto débil de Bio Shelter: los baños eco-sustentables dan asco.)

 

Pasé tres días hermosos en el hostel jipón y en la islita maravillosa. La gente ahí es más amable que en el resto de Nueva Zelanda, pero mucho eh, y las calles son una sucesión poco clara de zigzags que suben y bajan laderas, abriéndose en medio del bosquecito encantador y rebosando casitas paquetas y vistas hermosas en cada curva. Tiene playitas lindas por todos lados, acantilados, mil y un caminitos que atraviesan bosques y casas de vecinos (que te saludan mientras toman su tecito) y baldíos y te llevan de una calle a otra, banquitos con inscripciones chistosas, una biblioteca chiquita pero remoderna, y una energía en el aire que me enamoró. Sí, lamento no haber ido antes a Waiheke, pero sé que de haber sucedido, capaz nunca me iba...



  




Rafa Deviaje.

Auckland: tercera parte

Volví a Auckland, mi primer destino, la primera ciudad fuera de Argentina en la que me perdí y me encantó. Guardaba muy lindos recuerdos de mis dos primeras semanas en Auckland, y tenía curiosidad de verla de nuevo.



Bueno, entrar a Auckland manejando, guiado por el GPS boludo del celular, ya no me gustó. Me había hecho a los pueblos lineales que crecen alrededor de una ruta principal y se terminó: las autopistas con mil salidas consecutivas me mataban.

Y lo que vi de la ciudad fue simplemente que estaba igual. Cuando pasé por Christchurch me gustó percibir pequeños cambios, edificios nuevos (¡sobre el terreno que yo había manejado la aplanadora había una central de colectivos de la re puta!), graffitis nuevos... Pero Auckland estaba idéntica. Incluso los mismos dos viejitos tocando sus ukuleles, los mismos flacos haciendo las mismas coreografías de su bailecito robot. I dén ti ca.



Ese primer día hice algo que esperaba mejorara la perspectiva: pagué los veintipico de dólares para subir a la Sky Tower, el edificio más alto del Hemisferio Sur. Pero me decepcionó. Convengamos que será el más alto, pero ahí donde llegás vos con suerte es la mitad de la altura. Y el plato volador ese no gira, onda re pocas ganas loco, si hasta la Torre Eiffel gira. Y las ventanas estaban bastante sucias (una vez cada cuatro o cinco semanas las limpian los muy vagos), y las partes del piso que son de vidrio están más sucias todavía. Pero como había pagado me pasé al menos media hora, mirando hasta el horizonte, siguiendo el flujo de autitos que se frenan cada tanto y vuelven a arrancar. Y vi a la gente corriendo como una coreografía sin fin...



Lo más grato del reencuentro fue pasar por Remedy, la cafetería de Richard, el tipo súper copado que me había prestado un librito de barista cuando andaba buscando laburo de eso, y encontrar que tenían encuadrado y en la pared el dibujito que le había regalado como agradecimiento. Y como ahora tenía plata en el bolsillo, fui y les compré un café. Con mucha azúcar, por favor.



Enseguida me puse en campaña para vender el auto. Llené los hostels con publicidades y mi número de teléfono y publiqué en cada grupito de facebook que dijera algo sobre Nueva Zelanda. Y a esperar...

Esperé dos días creo, y me cansé. Así como había hecho en Invercargill cuando el coche empezó a fallarme, saqué boleto para una isla y me alejé del problema, esperando que se resolviera solo durante mi ausencia.



Rafa Deviaje.

domingo, 9 de agosto de 2015

Lluvia desde Rotorua hasta Coromandel

Poco tiempo al norte de Taupo está Rotorua. Ya había estado ahí hacía más de un año, acompañando a una pandilla de cordobeces y un francés, y había sido agradable.


Pero ese día no lo fue. Llovía casi constantemente y estaba frío y húmedo. Para colmo había perdido hacía como una semana mi toallón, y la idea de ir a aguas termales con una simple toalla de manos para secarme, no me tentaba en absoluto. Así que caminé un poco el centro (todo cerrado, era domingo) y seguí de largo sin muchas penas ni glorias.


Hacia el norte llegué a rutas conocidas: me dio un vuelco el estómago cuando identifiqué aquella curva del camino en el que había estado esperando hasta que me levantó Malcom, quien me llevó hasta Hastings, y me llené de sentimientos ambivalentes al pasar por el centro de Te Puke y el sucio Holiday Park.


Así llegué hasta Tauranga, en donde me contacté con Andrea, aquella genial maorí que me levantó en la ruta una noche y después me invitó a dormir en la habitación de sus hijos durante dos noches. Lamentablemente estaba trabajando, pero se tomó unos minutos para que la saludara, le diera una pequeña postal en acuarelas (vieja promesa que le había hecho) y nos pusiéramos un poco al día. Un abrazo, y chau.


Seguí hacia el norte, seguía la lluvia. Subí por la costa Este de la Península de Coromandel. Pasé por playas bonitas tapadas por la llovizna, y esperé como dos horas en la Hot Water Beach (una playa en la que hacés un pocito y brota agua caliente), pero no dejó de llover. Bajé la ventanilla, le hice faquiu al clima, y seguí.

Para cuando llegué a la caminata de las Cathedral Cove el agua aflojó un instante, aunque no el viento, y al menos tuve el placer de volver a caminar. Las playas ahí son lindas, la arena es buena, los acantilados tienen formas exóticas. En verano, me lamenté al igual que mil veces antes durante este viaje, debe estar bárbaro venir acá.


Entonces crucé, lluvia constante, por un camino serpenteante colinarriba y colinabajo, que tiene la fama de ser la peor ruta de Nueva Zelanda (aunque a mi criterio, está a la altura de las rutas de Banks Peninsula y el camino que une Motueka con Takaka). Lindo camino que dan ganas de hacerse el rally. De hecho vi carteles anunciando su temporal clausura este año, cuando será utilizada para una carrera de rally de veras.


La costa oeste de Coromandel es bastante similar a la este, pero el mar acá es más calmo, porque está dentro de una gigantesca bahía que termina allá bien al norte de Auckland. Hay pueblitos lindos y muchas casitas frente al mar que me dan un poco de envidia.


Y así llegué a Thames, ciudad que está a dos horas de Auckland. Miré el mapa y descubrí que me había olvidado de ir a las cuevas Waitomo, esas llenas de gusanos iridiscentes. Pero conté kilómetros y calculé el precio de la nafta, y negué la cabeza: tenía que seguir subiendo. Tenía que ir cerrando este camino. Tenía que aligerarme e ir a un lugar más cálido.





Rafa Deviaje.