viernes, 24 de junio de 2016

Picking the patata dulce

 
Mi plan había sido buscar trabajo de campo urgentemente para conseguir la segunda visa. Pero como de costumbre, mis planes importan bien poco en la realidad. Ivan, Amanda y familia tenían un viajecín para Semana Santa y necesitaban de alguien que les cuidara la casa y los perros durante esos días. Y como me conocen muy bien, me ofrecieron cama, comida, internet y contactos para conseguir laburo mientras esperábamos que se hiciera Semana Santa (para lo cual faltaban tres semanas).



La hago corta: los días pasaron y pasaron y no conseguía trabajo. Ellos se fueron de vacaciones, volvieron, me vendieron una Hilux que le sobraba, y yo seguía ahí, pachorra, actualizando el blog de a poquito. Y pasó un mes más.


Entonces ocurrió una de esas jugadas perversas del destino: yo estaba con la camioneta en marcha, mis bártulos empacados, y acababa de darle un abrazo de despedida a Ivan cuando, de repente, sonó mi celular. Nos miramos como se miran los negociadores de las películas cuando llaman los secuestradores para pedir pizza para los rehenes del banco.


Era Simon, un conocido de Amanda, que tenía un trabajito para mí en su granja de papa dulce. Debo admitir que, habiendo tomado ya la decisión de irme, tuve ganas enormes de tirar aquella oferta al carajo. Además era sólo un par de días a la semana. Pero Ivan me decía que aceptara, así que acepté.


Duré tres semanas en la granja de Simon, que era macanudo y medio tímido. No renuncié porque se me partía la espalda a la mitad de tanto juntar sweet potato, ni porque terminaba cubierto de barro rojo, ni porque me cortajeaba los dedos sacándole los cachitos feos a las papas. Renuncié porque, finalmente, conseguí un laburo mejor: picking de paltas. Que en México se llaman aguacates y en Australia, avocados.



Rafa Deviaje.

sábado, 18 de junio de 2016

La Gran Barrera de Arrecife de Coral, con lluvia


Había leído que los días de lluvia el Arrecife está igual de bueno, y aunque le desconfiaba abiertamente porque sonaba más a review pagada por atrás que a testimonio genuino, ya no había marcha atrás. Alquilé una camarita sumergible y me fui tempranito hacia el puerto, embarqué, charlé con distintos pasajeros para matar la ansiedad, y así fue que conocí a Juan, otro argentino.




Juan vivía en Sydney con su novia aussie, estaba por cuarta vez yendo a la Barrera y deseaba ver una tortuga marina más que ninguna otra cosa. Que todo el mundo ve tortugas y yo no, se quejaba indignadísimo, y yo sólo quiero ver una tortuga como la de Nemo.






Fui de los primeros en bajar del barco en la plataforma fija, ya sobre la Gran Barrera de Coral, fui exactamente el segundo en saltar al agua con esnorquel, patas de rana y camarita sumergible, y fui el último en salir, secarse y abordar nuevamente, varias horas después.




En el medio esnorqueleé como loco, foteé como tarado, me raspé con el coral afilado, me asusté con una aguaviva porque creí que era de las letales, me recontra cagué en las patas cuando el pez-mascota de la empresa (el azul cabezón de la foto) me toreó de costado (ahí fue cuando me raspé con el coral, de hecho), hice mi introducción de buceo y no me perforé los oídos ni nada, y salté desde el primer piso de la plataforma al agua aunque había un cartel que lo prohibía ex profeso porque viva el punk y la anarquía.





Y, también, vi una tortuga como la de Nemo. Yo chapoteaba en el borde del perímetro habilitado, lejos de todos, cuando la vi, nadando a unos cuatro metros de profundidad. Me sumergí para sacarle unas fotitos de cerca y al volver a la superficie le hice el gesto de tortuga (que es parecido a hacer una palomita en sombras chinescas, pero con los pulgares) a la guardavida de la plataforma, que no me vio, y entonces le grité “turtle, turtle!” a un vago que pataleaba a unos veinte metros.





Fue de esas cosas providenciales, porque aquel vago era Juan, el otro argentino. Lo supe enseguida porque, apenas me escuchó, el flaco se convirtió en un torpedo. Ahí nomás nos sumergimos, le sacamos más fotos, la espantamos como idiotas y nos hicimos gestito de okay abajo del agua, sonriendo a través de la mascarilla del esnórquel. Qué emoción que tenía el loco. Fusilados de tanto perseguir a la tortuga nos colgamos de una boya para reponer energías y volvimos a la plataforma, satisfechos.





Ahí me enteré que acababa de perder la oportunidad de subirme al botecito de fondo de cristal, y fui abordado dos minutos después por Juan y su novia, que no le creía lo que acababa de pasar y necesitaba el testimonio jurado de un testigo.





Después de haber nadado durante horas, sacado más de trescientas fotos, buceado por primera vez en mi vida, morfado en el bufet como un manatí, y haber ayudado a Juan a cumplir su sueño, puedo decir que la pasé bien. Pero que a mí no me jodan: los días de nubes y lluvia son visualmente mucho más chotos que un buen día de sol, no saben el laburo de photoshop que me dio poner lindo este post.




Pasé otro día más en Cairns, paseando y transpirando, y sin más demora volví a las montañas: a Tablelands, a Nethergreen, donde Ivan, Amanda, los dos nenes y Choco, el perrito de tres patas, me aguardaban con una camita preparada para mí y una cena suculenta.



Rafa Deviaje.


miércoles, 15 de junio de 2016

Retorno a Cairns


Tokyo me había regalado un delicioso último día y una demora de tres horas extras con el culo en el avión. Y yo, ratón a ultranza, no me había pedido nada de comida durante todo el vuelo: mi última comida fue un ramen medio apestoso a eso de las cinco de la tarde, y una especie de chicitos cubiertos en chocolate, que me costaron los últimos treinta yenes de mi billetera. (Miento, todavía me quedaba el yen de la suerte.)

Así que aterricé en Cairns hambreado y acalorado. Ahí mismo me liquidé un pie de carne, reservé un par de noches en el mismo hostel que me vio partir a Japón (porque sabía que ofrecían, gratarola, una combi que te pasa a buscar), y una vez en Cairns lo primero que hice fue comprar más comida, comer más, y dormir como tres siestas juntas.


Miento: entre siestas fui a la recepción del hostel, me asesoré sobre distintos paquetes para visitar la Gran Barrera de Coral, reservé uno bastante completito para el día siguiente y ahí sí, a descansar abajo del aire acondicionado.

Esa noche cené tarde, y mientras comía mis noodles instantáneos en una mesita, ajeno a las charlas en distintos idiomas que se desarrollaban a mi alrededor, acompañadas de cervezas y puchos, apareció una viejita con su propio bowl de noodles. Buscó una mesita libre, y como no quedaba ninguna la invité a ocupar un asiento en la mía, de copado que soy.



Y nos quedamos charlando dos como horas. Resulta que la viejita loca, de ochenta y pico, era todo un personaje. Australiana de origen, había vivido añares en Estados Unidos, escribía para distintos medios de todo un poco, y durante los últimos dos años no hacía más que viajar sin ton ni son, a donde pudiera ir y quedarse, con poquitas cosas, con juventud de alma, con frescura de mente, con huesos livianos y una alegría extraña de entender.

Pasar sin dejar huella, me dijo, y me imaginé que era de las que no dejan una latita de Coca en la playa. Pero no, ella se refería a otras cosas. Por ejemplo, me explicó, hablaba conmigo porque yo le saqué charla, pero ella no era de los sienten la compulsión de contarle a todos los viajeros circundantes que había estado acá y allá y visto esto y aquello. Ella no buscaba sorprender a la gente como me sorprendió a mí, no buscaba convencer a nadie de nada, escribía su diario de forma totalmente personal, egoísta y excluyente, buscaba vivir con las mínimas necesidades y en una máxima sintonía con el entorno y el presente. Y parecía estar pasándola bien, como quien ya cumplió con todas sus tareas y se queda de espectador, con una limonada en la mano, a esperar que anochezca.


Nos despedimos dándonos nuestros nombres por primera vez, así por cortesía más que por curiosidad, porque total sabíamos que yo me levantaba temprano al día siguiente para ir a bucear al mar y que ella, un poquito más tarde, se las picaba hacia algún otro lado. Le estreché con cuidado la manito anciana, de huesos y venas sobresalientes, limpié y sequé mi bowl, me lavé los dientes y, antes de caer como un tronco en la cama, intenté recordar el nombre. La puta, ya lo había olvidado.


Rafa Deviaje.