El picking de kiwis iba tan para atrás (el nivel de azúcar estaba bajo cero o algo así), y estaba tan cansado de que en las packhouses (galpones gigantes donde se empaqueta la kiwifruit) me dijeran que no había vacantes y que volviera en dos semanas, que un día decidí hacerme una escapada a Mount Maunganui, un barrio de la ciudad de Tauranga del que sólo había oído cosas lindas.
Me fui haciendo dedo, con mi mejor ropa, una mochila con sánguches, agua y varios CVs. Me levantó una pareja francesa que recorría el país en una linda campervan hippie y me dejaron frente al Salvation Army. Desde ahí empecé a recorrer el pueblo, muy lindo y muy paqueto, rebotando por todos los cafés y restaurantes.


Desde el inicio me encantó. No sólo la ciudad era linda, sino que estaba ahí nomás de esa belleza de montañita. Montañita mezcla de mar, de campo, de bosque y de selva, de montaña. Tiene partes donde pastan pacíficas ovejitas y corren simpáticas liebres, cubiertas del pasto más blando del mundo (lo comprobé con una siesta, no hay colchón canon ni sommier más cómodo que el pasto de Nueva Zelanda). Tiene hermosas bahías. Tiene una tierra blanda y ondulada que parece espuma suavemente cristalizada en medio de la agitación. Tiene árboles antiquísimos con ramas suspendidas como sabios momificados. Tiene una arboleda impenetrable llena de sonidos y aves, palmeras, helechos, sombra húmeda y escondrijos de duendes. Tiene mucho cielo muy grande. Tiene un aire mágico. Tiene sabor a new age, a principio del mundo.
Bajé por los senderos, como después de una transfiguración (pero transpirado como después de una maratón), y decidí probar suerte con las cafeterías repaquetas que estaban al pie del monte. Al tercer intento, en un local que vendía café y comida oriental, me dijeron que volviera al día siguiente para una prueba como barista.
Era verdad entonces.
Había subido y bajado de una montaña mágica.
Empezaba a declinar el sol y emprendí el retorno. Ahí fue cuando tuve la suerte de conocer a Andrea (eindria), una maorí cuarentona que me levantó y llevó parte del trecho, que me dio su teléfono y mil consejos y me pidió que le contara cómo me iba al día siguiente.
Al día siguiente llegué temprano y pasé seis horas practicando y ayudado a lavar platos porque se había roto la máquina y porque quería caerles bien. A pesar de que mi café era deficiente, me dijeron que podía hacer una semana de prueba y entrenamiento, si me parecía bien. Y obvio que me pareció perfecto.

Me mudé nomás de Te Puke a Mount Maunganui con todos mis petates y empecé la semana de prueba en el café y restaurant oriental de Danny, el coreano que apenas hablaba inglés. Lleno de energías positivas y la mejor predisposición.

Rescato que el clima fue casi siempre hermoso. Que el monte y la playa estaban muy cerca. Que el hostel tenía mil utencillos y condimentos gratis para usar en la cocina. Que además había muchos europeos buena onda. Que había un gato gordo y mimoso y con un círculo perfecto dibujado en la panza (sospecho que era un animago maorí). Que una noche vimos Lock stock and two smoking barrels y después The Exorcist. Rescato que terminé la semana sin perder más plata de la que gané.
Porque el resto de las cosas fueron malísimas. Danny no quería pagarme ni siquiera el mínimo por hora una vez que terminara la semana de prueba. No quería darme trabajo tiempo completo, e incluso cerraba el local porque se aburría y te mandaba a casa temprano. No quería ni siquiera darme un horario fijo. No quería que hiciera más que lavar platos y soportar a la coreana histérica.
Llegado a la última noche paga del hostel hablé francamente con Danny (con el que mal que mal había llegado a entenderme, aunque cuando una tarde aburrida quiso contarme la historia de su vida sólo entendí que era coreano y había nacido en Corea) y le dije que el trabajo no me rendía así, que gracias, que chau. Me pagó lo que habíamos arreglado y me volví a Te Puke. Con el espíritu algo abatido pero con la cabeza alta (con la piel más bronceada y los gemelos fortalecidos de tanto subir al monte), y con la esperanza de poder entrar de una vez por todas en una packhouse.
Porque esa última semanita que había estado en Mount Maunganui había escuchado constantemente, por unos y otros, que el kiwi estaba entrando de lleno a la productividad, que había picking todos los días, que las packhouses estaban por abrir turnos nocturnos, que acá y allá la gente conseguía trabajos mejor pagos que el mínimo. Que hasta los indios estaban pagando lo que correspondía. Que Te Puke era, finalmente, el paraíso del backpacker.
Acabo de leer todo hoy Rafita, todo muy hermoso!! Los lugares, tu experiencia, y sobre todo tu redacción! Nos reímos juntos con Tito, excelente!! jajaja. Me pone muy feliz que puedas hacer esto!!! Te mando un beso grande, y espero más historias
ResponderEliminarGracias Carito! No sé con qué frecuencia ni con qué calidad, pero va a continuar, sin dudas! Saludos a tu señor esposo de mi parte y besos!
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