martes, 22 de diciembre de 2015

Narita-san

Allá lejos y hace tiempo, apenas iniciada mi estadía en la farm de Alex, en Nueva Zelanda, fue cuando se planteó el viaje a Japón: tres meses a todo lujo lo que se pudiera, viajando con Miki, amigo otaku de la secundaria. Diciembre, enero y febrero, invierno en el Hemisferio Norte, no era mi idea del viaje soñado, pero como las vacaciones de verano en Argentina eran su única opción, acepté rápido la propuesta y empecé a elucubrar en un futurísimo viaje a Japón en primavera.


Así que bueno, un año y un par de meses después de haber arreglado las fechas aproximadas del Japan-trip, allá estaba yo, aterrizando sobre una ciudad cuyas luces seguían hasta más allá del horizonte, y cuya temperatura ambiente no era en nada similar a la del noroeste de Australia.


Miki había llegado unas horas antes que yo y me estaba esperando para saltar al tren e ir a nuestro primer hostel nipón, el Fuji Backpackers, en Narita. Yo había sugerido este lugar para empezar de a poco, no ir salteándose cosas, y para aclimatarnos. Además había visto que Narita tenía bastantes cosas para ofrecer.


El hostel (vieja casita ponja), además de económico, era acogedor. Los alrededores (una calle comercial con fachadas tradicionales) eran pintorescos, el dueño un copado, los dinteles de las puertas muy bajos, las camas calentitas, el WiFi muy rápido. Le pedimos consejo al dueño de casa y nos dio un mapita donde señaló Narita-san, un parque cercano con un complejo de templos y jardines, y un par de shoppings grandes.


En los shoppings empezamos a asombrarnos con el tema de la pulcritud, la altura de los estantes, la fruta y la verdura vendida por unidad, los mil snaks extraños, las golosinas que conocíamos de distintos animés, el exceso de cosas kawaii (para no entendidos: cute, bonitas), los precios en Yenes, la cantidad de gente, los surimasén (disculpe usté), los gomennasai (perdone usté), y los doso (pase usté, después de usté).

Y en Narita-san tuvimos nuestro primer encuentro con esa parte más ancestral de Japón que yo tanto quería ver. Como ya dije, tiene un complejo de templos (la gran mayoría, creo, budistas), los hay más grandes y más chicos, más viejos y más nuevos, algunos con influencias más hindúes y otros más ponjas ponjas. Vimos de esas fuentes donde se lavan las manos antes de entrar (hacía frío así que como buenos budistas herejes, nos saltamos esa parte), vimos las ollas donde queman incienso, los puestitos donde compran sus amuletos y predicciones de la suerte, y hasta tuvimos el ojete de ves, de cabo a rabo, una ceremonia con bocha de monjes y un fuego enorme (adentro del templo principal), en donde bendijeron carteras, mochilas, bastones, y cuantas cosas los feligreses querían tener benditas.


Después salimos a perdernos por los jardines, húmedos y otoñales, con carpas en los estanques, con cementerios y buditas por acá y por ahí, pasamos por otro templito que estaba lleno de molinetes de viento y cosas de nenes (después supimos que era donde las madres que perdían a sus bebés iban a dejar ofrendas), pasamos por una especie de pagoda altísima, visitamos un Museo de Caligrafía en el cual, claramente, no entendimos un choto, y bueno nosotros felices y contentos. Hasta que a Miki le dio el jet lag y se fue a hibernar.



Rafa Deviaje.

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