Nos alejamos de Nagoya haciendo dedo un día espectacular. Un camionero que no cazaba una de inglés nos dejó en una Service Area donde había una feria de comestibles y boludeces, y de ahí una parejita copada nos dejó cerca de Hamamatsu, donde ya teníamos pago alojamiento por un par de noches.
La casa a la que íbamos era una cosa linda y extraña: un matrimonio mayor (él un divertido borrachín, ella una artista de cierto renombre), su hija (una ponja poco convencional) y su novio (un flaco de India que hacía seis meses vivía en Japón pero auspiciaba de anfitrión mejor que nadie). La combinación resultaba de lo más interesante.
Aquel primer día salimos a recorrer un poco el pueblo, simple y campestre, vimos algún que otro templillo, y nos tiramos a dormir la siesta en la ladera de un río. Cosa que, si alguna vez vieron animé, sabrán de qué hablo.
Esa noche me enfermé, y me pasé en cama por dos días (hasta tuvimos que pagar una noche extra). El interruptor que me mantenía en pie simplemente se averió y mi cuerpo pidió reposo incesante. La familia que nos alojaba se portó de diez dándonos de comer, compartiéndome remedios caseros y dejándonos dormir (porque Miki se adaptó felizmente a mi convalecencia) todo lo que quisimos.
El último día, ya sintiéndome mejor, tomamos prestadas unas bicis y salimos a recorrer un poquitito más lejos, y de entre el montón de templos que encontramos cabe destacar, por la sorpresa, parte de un fuselaje de avión. Así tirado en un terreno vacío. Nuestros huéspedes no tenían idea de su existencia así que no les sé decir a ustedes de qué se trataba. Pero la sorpresa fue linda igual.
Yo había planeado ir a unos baños termales o a visitar unas playas, pero no se pudo. Cosas que pasan. Así que ya repuesto y contando los días con los dedos de una mano, emprendimos un viaje a dedo desde Hamamatsu hasta Nagano, dándole la vuelta al espectacular monte Fuji, subiendo y bajando de tantos autos que ya no tengo memoria...
Rafa Deviaje.
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