martes, 22 de marzo de 2016

Sapporo bajo nieve


El vuelo de Fukuoka a Sapporo, con Skymark, fue rápido (barato) y sencillo. Volamos sobre las nubes todo el rato y el lugar donde aterrizamos no se veía muy distinto: cúmulos de nieve por doquier. Un micro nos dejó cerca del departamento que habíamos alquilado con anticipación a través de airbnb y nos complació sumamente ver que el lugar era calentito y aislado.



Habíamos pagado siete noches y, si bien sabíamos que el Festival de la Nieve iba a tener inicio en nuestro tercer día de estadía, yo no quería perder tiempo. Y salí a recorrer. Corrijo: me abrigué con todo lo que tenía y salí a recorrer. Aclaro: salí. Miki prefería quedarse adentro con la PSP y el wathsapp.




Así paseé por el Parque Odori mientras cientos de japoneses trabajaban en los toques finales de sus cientos de esculturas de nieve (entre ellas, una hecha por el ejército); conocí la calle Susukino mientras otro montón de tipos tallaban bloques de hielo; conocí los locales otakus; conocí la arcade Tanukikoj y su Don Quijote; conocí lo que es una iglú (que por fuera era iglú y por dentro era esfera loca con luz ultravioleta).



 

Otro día que sí salí con Miki, conocimos el santuario de Toyokawa Inari, cuyas estatuitas asomaban las cabezas por sobre la nieve; y el templo Shineiji, que esconde, escaleras abajo, una recámara circular repleta de figurillas doradas (y a un costado, una especie de altarcito donde encontré dos bon o bon como ofrendas). También recorrimos la célebre y gigante zona roja de Susukino, que parece no tener fin ni se ve disminuida por el hielo.




Por mi parte también visité la Torre del Reloj de Sapporo, cuyo reloj traído de Inglaterra es el más antiguo (todavía en funcionamiento) de todo Japón. (Aunque honestamente no me parece que valga la pena visitarlo por adentro.) Y también recorrí el Antiguo Edificio de Gobierno de Hokkaido, enorme edificio para nada oriental donde tienen exposiciones y muestras varias, el cual sí vale la pena. Hasta por un momento me hizo sentir que estaba en un helado edificio municipal de Buenos Aires.




Y aunque sé que de haberme alejado un poco más de las calles centrales hubiera podido ver muchas más cosas, muchos más templos, más parques (ojo que algunos estaban clausurados) y escondrijos, siempre decidí priorizar el bienestar de mi cuerpo. Y cuando los pies me dolían del frío a pesar de los kairos que metía en las botas, y cuando mis dedos endurecidos no acertaban al disparador de la cámara por falta de tacto, decía basta y me pegaba la vuelta o al menos me refugiaba en un shopping o un subterráneo.




Al menos logré darme una idea de cómo sobrevive una ciudad de dos millones de habitantes que soporta varios metros de nieve cada temporada. Por ejemplo aprendí sobre las bolsitas con arena que dejan en las esquinas; aprendí a reconocer el hielo duro y patinoso del que no lo es tanto; aprendí por qué las vías del tren están techadas; aprendí que los carteros usan pequeños trineos (en vez de carritos) para llevar paquetes grandes;  aprendí que, aparentemente, hace falta cuatro empleados para remover, grúa mediante y con la mano, la nieve que se acumula en los árboles de las veredas centrales; aprendí cómo acomodarse la ropa para poder emponcharse y desemponcharse cada vez que se entra o sale de un edificio con calefacción; aprendí que hay pocas cosas más lindas que un baño caliente de inmersión; aprendí que no te hundís en la nieve si ya tiene unos días asentada; aprendí que después hay que sacudirse bien la nieve porque se te derrite por adentro; aprendí que está bueno chuparse las estalactitas que se forman en los bigotes; aprendí que no soy Elsa y que el frío sí me molesta; aprendí que cuando hace frío afuera, adentro se duerme mejor.


 


Rafa Deviaje.

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