El último recorrido que hicimos en Naruto fue cruzando del otro lado del estrecho que nos separaba de la isla principal de Shikoku. Salimos tarde y sin plan, a divagar por callejuelas en busca de templos y curiosidades.
Dragana, nuestra anfitriona, llevaba unos cuantos meses en el lugar y nos había dicho que había dos atractivos locales: el Puente Naruto y el templo número uno del peregrinaje que terminaría en el templo número ochenta y ocho. Templo que, nos comentó, no tenía nada de llamativo salvo el número asignado.
Para este punto creo haber dejado en claro que no soy de seguir muchos consejos respecto a qué ver y qué no, dejando un amplio margen para la sorpresa y del desagrado.
Sin embargo ese día fue de los buenos: en un santuario sintoísta encontramos los dos guardianes fu más graciosos de toda la galaxia (juro que me los hubiera traído conmigo) y un poco más allá encontramos un caminito que subía por el bosque y el cerro.
Miki me recordó que ya en Kyoto, por culpa de mis urgencias intestinales, nos habíamos quedado sin subir un caminito similar que se perdía en las zonas grises de Google Maps, y por eso esta vez no dudamos en subir. Había cientos de ermitas, una cada diez pasos (y en ninguna faltaba alguna ofrenda, desde botellas de agua, monedas de un yen, grullas de papel o latitas de sake) y una sensación de aislamiento que sólo interrumpió un pelotón de viejos japoneses que bajaban en sentido contrario, conversando dicharacheramente.
Aunque era evidente que el camino llevaba a algún lado y que no subía eternamente, volví a revisar mi celular y ahí encontré: en medio de la nada, perdido y casi invisible, había un templito. ¿Quién era el loco que cuidaba aquel templo...?
La grata sorpresa fue encontrar que nadie lo cuidaba: estaba abandonado. Abandonado en serio, no como ese de Mino-Tsuya, que sólo estaba dejado. A este lo habían clausurado y la mitad del edificio se había venido abajo. Con Miki nos sonreímos mutuamente.
Recorrimos los alrededores, con aire de inocencia, viendo la colección de budas a los que los helechos y pastizales iban devorando poco a poco, y al grito de no hay budistas en la costa, entramos a saltar sobre escombros y a forzar puertas.
Entramos él por un lado y yo por el otro, en el ala que sin duda había sido el hogar del monje o cuidador del templo. El piso crujía bajo el tatami, los bártulos amontonados estaban cubiertos de polvo. Las arañas huían ante nuestra presencia, los cajones revelaban una vida común y corriente, el sol se filtraba por todos lados, amonestador. Todo era mugre, ruinas, abandono, pero a nuestros ojos era oro puro. Oro de aventura.
Finalmente llegamos a la sala principal del templo, oscura y siniestra. Una breve investigación nos reveló que había sido despejado completamente de materiales de valor y que ya otros curiosos habían pasado por allí tiempo atrás. Procurando no faltar el respeto a las creencias que habían edificado todo aquello pero sin perdernos detalle, le dimos la vuelta completa y decidimos salir al sol nuevamente.
Rafa Deviaje.
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