Otaru, un pueblo vecino de Sapporo ubicado sobre la gélida costa occidental de Hokkaido, tiene su propio festival al mismo tiempo que el Yuki Matsuri: el Yuki Akari no Miki, o Festival de las Lámparas de Nieve.
Salimos cuando oscurecía y después de media hora en tren, apenas salimos de la estación y pusimos un pie en la calle el hielo, el frío siberiano nos violó. Todo lo que nos habíamos echado encima (que era todo lo que teníamos) no alcanzaba para proteger nuestro calor corporal. Así que nos pusimos a caminar lo más rápido posible.
El Festival de Otaru se desarrolla en dos locaciones específicas: a largo de una calle central, donde te movés en zigzag y en penumbras por un sendero blanco, admirando la creatividad de las lámparas (que las hay redondas, cuadradas, apiladas, con cara de bicho y de monstruo, colgantes) y subiendo y bajando montículos de nieve; y el otro sitio es en un tramo del canal de otaru que, decían, tenía lámparas flotando. Era menos espectacular de lo que me imaginaba pero igualmente estuvo bueno.
Habiendo perdido nuestras reservas calóricas junto al canal (yo no podía mover los dedos de las manos ni sentía las rodillas), fuimos a comer unos panchitos al Lawson más cercano, nos tomamos unas latitas de café bien caliente y nos volvimos en el siguiente tren.
Cambiando de tema, en Sapporo hicimos otras cosas de las cuales no saqué fotos, como cuando fuimos a patinar sobre hielo, deporte que yo nunca había practicado y que tampoco me entusiasmaba practicarlo (aclaro que tuve una fractura a causa de unos patines viejos y los rollers que tuve de chiquito nunca supieron mantenerme erguido). Sin embargo la idea de ir a patinar al Makomanai Ice Arena (sede olímpica de la gran puta) era algo a considerar.
Así que fuimos. Miki la pasó bien y yo la sufrí por dos horas. Tengo el orgullo de haberle podido dar dos vueltas enteras a la cancha de hockey sin caerme ni agarrarme de los bordes, pero honestamente disfruté más de ver a unas ponjitas diminutas dar vueltas y piruetas como si fuesen plumas. Hijas de puta.
Finalmente, el gran suceso (y para mí una de las mejores experiencias de mi vida) fue el snowboard. Era algo que en Nueva Zelanda no me había llamado pero que se volvió una misión a cumplir cuando, haciendo dedo en Australia, conocí a un inglés que me contó que en Hokkaido está la mejor nieve del mundo: polvo de nieve, nieve seca que no se comprime ni produce fricción.
Por cuestiones de tiempo, precio y experiencia decidimos no ir a Niseko, el destino más popular, sino al Kokusai Ski Resort, y muy a pesar de Miki salimos bien temprano para exprimir el día al máximo. Mucho abrigo, mucho chocolate, un tren y un micro mediante, llegamos. Alquilamos el equipo completo y saltamos a la nieve.
Intento resumir la experiencia: practiqué en lo playo, vi que no me caía mucho, fui arriba de todo con el teleférico, me tiré por la más básica de las pistas: me pegué mil palos increíbles. Un poco asustado volví a lo playo, pedí ayuda telefónica a mis hermanos snowboarders, me quedé ahí intentando dominar la tabla y la velocidad, y después de un par de horas tomé coraje y probé de nuevo: volví a pegarme palos increíbles.
Pero como soy cabeza dura volví y volví y de a poco aprendí a frenarme con el filo trasero de la tabla, aprendí a anticipar las curvas con el hombro delantero, aprendí a sentarme para caer sin dar vueltas carnero y trompos cada vez que perdía el control.
Me contusioné el esqueleto un par de veces, creí dislocarme el hombro una vez y también me enterré en la nieve al lado de la pista. Pero la magia estaba ahí. Miki se las tomó temprano porque le dolía todo el cuerpo pero yo no me detuve ni a almorzar: el chocolate, duro como piedra, me alimentaba de a cachitos cada vez que subía por el teleférico.
La gente empezó a irse cuando caía el sol y me encontré con más libertad en las pistas (y con menos miedo de matar a alguien). Y resulté imparable: de las diez horas en las que casi no me desenganché la tabla de los pies, las primeras cuatro me autoflagelé, pero las últimas seis las gocé como un Tony Hawk de la nieve... Añado que no hice nada más maravilloso que deslizarme sin caer, pero qué hermoso que era.
Bajar cinco durante minutos sin interrupciones, sin cruzarte ni un alma, bajo intensa nevada, sin hacer un ruido porque la tabla flota sobre la nieve recién caída, viendo los grandes postes de luz anaranjados y las sombras violetas y lilas que se extienden al infinito. Subir en el teleférico y ver, como si fuera una postal, los pinos nevados y los esquís colgando de las piernas de los pasajeros del teleférico de enfrente. Perder toda noción de profundidad y velocidad en un momento en que la nieve lo ocultó todo de mi vista. La risa de los empleados que me veían pasar una y otra vez... Decidí que no iba a sacar fotos, decidí que iba a aprovechar cada segundo del día en subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar.
Hasta que todas las pistas cerraron, devolví el equipo, me enteré que el último bondi (que yo ya había abonado) se había ido hacía rato, y desesperado porque no quería pagar diez mil yenes de taxi (considerando que toda la actividad del día me había costado unos quince mil yenes), me crucé con los últimos japoneses que abandonaban la pista junto conmigo, y conseguí que me dieran un aventón.
No tenía más energías pero me las arreglé para darles charla a mis salvadores durante todo el viaje y, una vez en casa, me encontré con Dragana, aquella couchsurfer de Naruto, a quien nosotros alojábamos esta vez, y nos pusimos al tanto de todo...
El cuerpo me dolió por un par de días más. Me dolía incluso cuando, habiendo descartado todas posibilidades realistas de viajar por una Hokkaido enterrada en nieve, con Miki corrimos a tomarnos un avión que nos llevaría a Nagoya. Desde mi asiento, antes de atravesar las nubes, le dirigí una última mirada cariñosa a Sapporo, el punto más nórdico que pisé en mi vida, el lugar más frío que conocí jamás, el lugar donde aprendí a snowboardear...
Rafa Deviaje.
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