lunes, 7 de marzo de 2016

Un largo camino a Saita

Recuerdo que salir de Naruto fue medio un parto. Y digo medio un parto para no ofender a las feministas. Pero la verdad que fue una mierda.

El día anterior a salir Miki se la había pasado tirado con el celular y la PSP, como ocurría a cada instante que no salía conmigo a caminar. Y yo meta ver mapas, perfiles de Couchsurfing y alojamientos de airbnb. Le pedí un poco de ayuda para planificar y no la obtuve. Y para colmo cuando lo apuré un poco esa mañana para no perder el ferry se negó físicamente a moverse más rápido y después excusó su lentitud con la longitud de sus piernas. Yo, embolado.

Caminamos puente mediante hasta la estación, tomamos el tren, nos bajamos del tren, caminamos hasta la Service Area que había marcado en mi mapita el dia anterior y... ¡oh!, ahí había una falla: esa autopista no iba hacia el lado que queríamos, sino que iba directo para Osaka o se ramificaba hacia el Sur, dándole toda una vuelta enorme a Tokushima antes de apuntar hacia nuestro destino.

Pero estábamos ahí, así que le dije que probáramos. Sin embargo media hora después era obvio que nunca íbamos a tener tanta suerte. Miré el mapita en mi celular y vi que podíamos intentar un camino alternativo, llegando desde el Norte a la guest house que habíamos pagado; o podíamos caminar una infinidad de kilómetros, con las mochilotas, hasta la Parking Area que iba por la autopista que nos dejaba más directo.

La mierda con todo, me dije. Si el vago de Miki me hubiera dado una mano capaz que miraba dos veces el mapa y no metía la pata de esta forma, así que ahora se la voy a hacer sufrir... Caminemos, le dije, es la única opción, le dije.

Y caminamos mochilas a cuestas por como una hora y media, qué sé yo cuánto. Si mis piernas estaban cansadas, no imagino las suyas. Pero no se quejó. Para colmo el Google Maps me mandó de contramano y tuvimos que saltar una verja y cruzar a la carrera la autopista para ahorrarnos un rodeo monumental.

Tuvimos suerte de inmediato y dos viejitos, hermano y hermana, nos levantaron. Charlamos como se pudo, ya que el vejete no cazaba una de inglés y la vejeta era demasiado tímida, pero me encantó la tranquilidad que tenían. Dos viejos solterones sin muchas posesiones, sin mucho que hacer ni muchos prejuicios contra los mochileros.


Una vez en Miyoshi caminamos otra media hora hasta la estación de tren (y otra vez Google Maps me traicionó y terminamos saltando sobre las vías para llegar al andén) y esperamos nuestro trencito. Que de repente vimos que no era nuestro trencito, así que caminamos a la siguieeeeente estación.


Ahí sí, ya superados los veinte kilómetros pateados con la mochila a cuestas, las cosas mejoraron: le mandé un mensaje a nuestro anfitrión y nos fue a buscar a la estación de Sanuki-Saita, a la que llegamos maravillados por la puntualidad de aquel trencito de un único vagón cuyo chofer controlaba con insoportable detalle cada punto e instancia del recorrido, tocando bocinas antes de entrar a túneles más vacíos que paquete de Lays y esperando con el reloj en la mano en estaciones más vacías que... que paquete de Lays.


De la estación nuestro anfitrión nos llevó a la guest house, enorme, tradicional a morir y con buena calefacción, donde dejamos todo salvo toallones, y nos llevó al onsen del pueblo. Que era grande, estaba lleno de viejos felices y tenía varias piletas a distintas temperaturas, sauna seco y sauna húmedo e incluso una pileta balcón que daba a las montañas.


Siendo destinatarios de una increíble hospitalidad, pasando el día siguiente por un templo local, un buen hombre me invitó a tocar tres veces la campanota de la paz y después me convidó un plato de udon vegetariano mientras charlábamos de esto y aquello. Volví a la guest house con una bolsa de mandarinas de regalo (en esa época pululan las mandarinas, que fueron ofrendas de año nuevo y que ya cumplieron su rol) y con la invitación de volver para presenciar una ceremonia que se realiza muy cada tanto.


Ahí volvimos con Miki, pero la verdad es que a los quince minutos nos la queríamos tomar porque no hacían más que hablar en japonés y sus cánticos daban un noni bárbaro. Salimos del templo estrechando manos y con otra bolsa de mandarinas, y a la noche nuestro anfitrión nos invitó a una reunión de viejos amigos, en la cual conseguimos una guía local que nos llevaría de paseo al día siguiente.


¿La verdad?........                                              Increíble.



Rafa Deviaje.

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