Yendo al Sur encontré las
afueras de Dunedin todavía inundadas por una lluvia torrencial de
unos días atrás (además de que deben ser zonas bajas, porque se
llaman Wetlands), y me hacía acordar a ese paisaje surrealista donde
Chihiro se toma el tren.
Después de Balcutha me
salí de la Ruta 1 y tomé Southern Scenic Route, hacia la Reserva de
Catlins. El sol se ponía rápido en medio de un paisaje que me hacía
acordar a La Comarca de El Hobbit. Lomas bajas pero accidentadas,
pradera con pedacitos de un bosque viejo y húmedo, y del otro lado
el mar. Y la ruta con más curvas que Jessica Rabbit.
Lamentablemente mi auto
había estado fallando cada vez que, después de pararme a sacar una
foto, volvía a la ruta, así que hice todo el tramo sin parar ni
sacar fotos. Y además se hizo de noche rápido y así como pude,
guiado por el celular, llegué al estacionamiento de las Cascadas McLean.
Pernocté ahí cerquita,
adentro del auto, y estuvo de diez hasta que a la mañana siguiente,
bien temprano, intenté salir. ¿Les dije que había llovido toda la
noche? Bueno, lo hizo. Y abajo del auto había una delgada capa de
barro, y las ruedas patinaban para todos lados tratando de subir el
escaloncito que lo separaba del camino. Intenté poniendo ramitas
abajo de las ruedas y maniobrando con más muñeca que una casa Barbie, pero no hubo caso. Sin desesperar caminé los ¿cuatro,
cinco? kilómetros que me separaban del holiday park más cercano
(que es donde debería haber pasado la noche si no fuera ratón) y
unos kiwis recontra amables me ayudaron a sacar el coche del barro
con su 4x4 y una soga.
Superado el traspié (o
patinón) armé la mochilita y me puse a caminar. Las cascadas
McLean son la principal atracción del lugar, y no requieren ni una
hora entre ida y vuelta. Son bonitas, pero chiquitas, nada
emocionante, y el agua de los ríos y arroyos de toda esa zona es
marrón, no es el agua cristalina que hay en las grandes montañas.
Así que sin perder mucho
tiempo tomé mi camino hacia la Tautuku Hut, una de esas cabañitas
que el Department of Conservation tienen distribuidas por ahí para
la muchachada. Me habrá llevado unas dos horas y media y el camino
fue lindo. Bonito. Y húmedo.
Hice un fuego afuera de la
cabaña, que era chiquita y feúcha, comí algo y me fui a dormir al
ratito de que se pusiera el sol. Lo que ocurre muy temprano. No me
tentaba la idea de pasar unas trece horas en la cama, así que estuve un rato leyendo los comentarios que la
gente que pasó por esa cabaña, durante los últimos veinte
años, dejó en el Libro del DOC. Aburridísimo, aunque sí me resultó
llamativo la cantidad de cazadores de cabras que había en los
noventa, dato loco ¿no?
Sin embargo las sorpresas
no faltaron, y a eso de las cinco de la madrugada, con todo más
oscuro que sudafricano empetrolado, me despertaron voces. Voces
humanas. Me di vuelta en el lugar, con el cerebro más en elimaginario del Dr. Parnassus que en la cabaña, y vi a un flaco
entrar por la puerta, con una linternita en la cabeza.
Esa situación, en un país
que no sea Nueva Zelanda, hubiera disparado de inmediato todas mis
alarmas y hubiera estado como Chackie Chan empuñando un pedazo de
algo en un segundo. Pero como uno se acostumbra a estar acá, sólo
atiné a decir hola (o sea, hellou), pero el tipo se fue sin más.
Escuché otro blablá, cierres que abrían y cerraban, y pasos
alejándose.
Esa mañana mientras
volvía al estacionamiento oí varios disparos, así que supuse que
mis visitantes nocturnos eran o cazadores o empleados del
DOC controlando la plaga de ciervos y esas cosas. Igual, fue
raro: sentí que mi aislamiento había sido vulnerado de una
forma irreparable.
Una vez en el auto me
comuniqué con una pareja que me iba a hospedar, a través de
Couchsurfing, en Invercargill, para avisarles que llegaba en un
ratito. Sin embargo el auto empezó a fallar y fallar y el ratito se
alargó. Pero armado de paciencia y fe ciega, llegué a destino: la
ciudad más austral de Nueva Zelanda.
Rafa Deviaje.
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