Con miki habíamos pensado por un momento cruzar hacia el otro lado de la isla y recorrer desde Hamada a Matsue (donde hay templos, minas abandonadas, museos y jardines), pero al segundo día de haber llegado a Hiroshima, la ola polar atacó. En las montañas, donde estábamos nosotros, cayeron unos veinte centímetros de nieve, pero allá, del otro lado de la isla, había colas de camiones y autos varados, gente que desaparecía bajo la nieve y estalactitas como garras de velocirraptor moldeadas por el fuerte viento siberiano.
Inmediatamente decidimos quedarnos donde estábamos, ya que incluso salir del barrio por los caminos de montaña era peligroso. Hicimos un muñeco de nieve en el parque, batallamos a muerte y pasamos el resto del día viendo la tele con los papás de Emi.
Al día siguiente, sin embargo, viajamos a Miyajima, que es una isla cercana a Hiroshima. Quise sacar algunas fotos mientras cruzábamos en el ferry pero las manos se me congelaban enseguida.
Con todo el abrigo disponible a cuestas empezamos a caminar el pueblo, que es pintoresco y acogedor y tiene un toque mágico con sus ciervos que te salen al paso pidiendo comida. Los pobres bichos se ilusionan cuando te acercás a mimarlos, pero alimentarlos está prohibido y los ves ahí, masticando algas y papeles que vuelan por el piso.
Nos acercamos a la Gran Puerta Torii que se yergue sobre las aguas, en una pequeña bahía frente al santuario Itsukushima. Explicó Emi que la puertaca aquella se sostiene por su propio peso sobre la arena, que sus creadores la apoyaron ahí durante la marea baja y listo el karage. Verdad o mito, nunca lo sabré.
Recorrimos de punta a punta todo el santuario sintoísta Itsukushima, que se sostiene con pilares sobre la misma bahía y cuyos guardianes fu habían adoptado, a mi parecer, notables rasgos marinos. Considero que es uno de los lugares mejor logrados para la contemplación y la oración, lástima el afluente constante de turistas.
De ahí fuimos a recorrer cada lugarcito circundante: el templo Daiganji, el santuario Kotohira, el Hokokujinjahoden, etcétera etcétera. Me llamó particularmente la atención una escultura en madera de un Buda que, al igual que las imágenes cristianas, se tornaba un poco siniestro debido al continuo desgaste que cientos de fieles infringían al acariciarlo en busca de ayuda milagrosa. Y no fuimos a tooodos los lugares que podríamos haber ido porque, básicamente, el viento frío cortaba las ganas de caminar al exterior.
Por eso nos refugiamos en la calle comercial y probamos los dulces locales, tortitas dulces de arce, que estaban riquísimas, especialmente las recién horneadas. Tomamos té verde en cantidad y pegamos la vuelta en ferry. Si a la ida había hecho un frío de sub-zero, ahora era la fatality misma.
Por suerte allá, de vuelta en Hiroshima, nos esperaban los papás de Emi con toallones y una invitación para ir a su onsen preferido. Que era enorme, estaba súper concurrido y tenía desde piletones con masajeadores, tinajas con cosas para una limpieza profunda, piletas para recostarte y quedar mitad bajo la nieve (lindísimo), saunas con TV (pasaban luchas de sumo, ya que por primera vez en muchos años un japonés se había convertido en el campeón mundial) y qué sé yo cuántas cosas más que ni tuvimos tiempo de probar.
[Recuerdo haber leído de otros viajeros que nunca superaron el hecho de meterse en un piletón, en bolas, codo a codo con japoneses, en bolas. ¿Qué quieren que les diga? Se lo pierden por boludos. El onsen es, de lejos, una de las más admirables tradiciones y costumbres niponas, así como sus inodoros tecnológicos son su mayor aporte a en la actualidad.]
Rafa Deviaje.
jajajaj, bien cultural la nota sobre el inodoro.. jajajaj
ResponderEliminarVos reíte, no tenés idea, ojalá pudiera poner una de esas tapas de inodoro en argentina y verías de qué hablo.
EliminarVos reíte, no tenés idea, ojalá pudiera poner una de esas tapas de inodoro en argentina y verías de qué hablo.
Eliminar