Hacer dedo nunca fue tan complicado como para ir de Hamamatsu a Yamanouchi. Es un camino bastante largo (para la escala nipona) y sobre todo retorcido y ramificado. Nos varamos en distintas Parking Areas, hablamos con montón de conductores, combinamos algunas partes con trenes, y finalmente conseguimos una pareja de viejitos que se ofrecieron a llevarnos el último tramo.
La sorpresa fue que el viejito, jubilado ya, había trabajado en la Universidad de Kochi (en Shikoku) y sabía un montón de bacterias y cosas así que a Miki parecían interesarle mucho. No, la sorpresa no fue eso, la sorpresa fue que hizo un desvío para ir a comprar manzanas (manzana roja variedad Fuji, no te jodo) en una granjita local, y entre esto y lo otro nos quisieron hacer regalos y terminamos con tres kilos de manzanas deliciosas a cuestas.
Nos tomamos un trencito de estos medio perdidos en la nada para llegar a Yamanouchi y yo aproveché para reservar un ryokan: ya que era nuestro último destino fuera de Tokyo, queríamos explotarla.
Pero bueno, el ryokan que yo reservé (que hasta te ofrecía servicio de geisha) estaba lleno así que nos consiguieron otro ahí en la oficinita de turismo: un ryokan viejo y medio olvidado entre ryokanes modernos, grandes, lujosos, llenos de empleados y empleadas en kimonos y yukatas...
Un viejito nos fue a buscar en coche y nos llevó a destino, nos mostró el onsen privado, nos llevó a nuestra habitación, nos trajo té y galletitas... El lugar debió ser, alguna vez, muy lindo. Pero ya no lo es. Ahora es triste, vacío, oscuro, y tiene telarañas en el techo porque, te apuesto lo que quieras, ninguno de los tres viejitos del lugar debe llegar a verlas. Pero qué amor de viejitos: les regalamos unas manzanas y hasta nos hicieron descuento.
Aquel día paseamos un toque por Yamanouchi, remojamos las patas en el mini onsen libre que hay al lado de la estación (un lujaso) y comimos panchitos y boludeces en el Lawson porque, descubrimos, no había ningún sucucho barato para comer ni tienda más grande. A la noche yo tuve la suerte de pasar frente a un templo donde sonaba un canto, y de curioso me hice invitar y presencié aquella práctica para el bombori matsuri (fan de Hanasaku Iroha feliz a morir): un festival que tiene lugar cada siete años en la prefectura de Nagano, en el cual se saca un poste de madera enorme (el bombori) y se lo reemplaza por uno nuevo. Así que ahí pasé yo una horita, entre comerciantes y demás locales, meta cantar voz en cuello y bajonear papitas y sake.
A la mañana nos sirvieron el desayuno (que estuvo genial, ahí la viejita cocinera del ryokan se zarpó) y nos mudamos a un hostel que, por la mitad de precio, tenía mejor pinta, un onsen privado más grande y wifi. Tiramos las mochilas ahí, tomamos paraguas prestados y, enfrentando la dura nevada, nos dirigimos al onsen donde, cuenta la leyenda, los monitos de la montaña se van a chapotear...
Rafa Deviaje.
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