Onomichi tenía, en mis oídos, una sonoridad atractiva de esas difíciles de defender. Apenas pudimos ver el pueblo cuando, saliendo de Shikoku hacia Fukuyama, cruzamos el hermosísimo puente homónimo (o sucesión de puentes que brincan de isla en isla) muy famoso entre ciclistas.
Caímos temprano, tiramos las mochilas por ahí y salimos a caminar. Seguramente no fue el día que más caminé en mi vida, pero sí uno de los días en que más me cansé. Porque, básicamente, Onomichi crece desde la costa hacia unas colinas, y cuestarriba y cuestabajo fuimos Miki y yo siguiendo escaleras, callejones, pasadizos sin salida, laberintos y mazmorras.
Quizá haya sido la casualidad de que nuestros huéspedes eran, esta vez, dos artistas con trabajos de medio tiempo en lugares medio hippies, pero a mí Onomichi me pareció el pueblo más bohemio que conocí en Japón. Y me encantó. Me encantó al punto de ser, junto con Kyoto, uno de mis lugares favoritos.
Sus museos y galerías y cafés y templos viejos y santuarios escondidos. Su castillo clausurado y un montón de gatos amodorrados por doquier. Sus subidas y bajadas escénicas, las casitas apiladas y postes y cables superponiéndose en un prolijo caos tridimensional. Sus bicicletas pinchadas y ciclomotores enigmáticos, con años de abandono, en cuestas empinadas y escondrijos entre escaleras, y las puertas de las casas sin cerrar. Y sus detalles, difíciles de capturar en cámara, que incluían sombras, reflejos del sol, cerámicos pequeños, caritas dibujadas con tiza en piedras y rincones, otros gatos, plantas, telarañas, baldíos, chatarra y el pasar del tren.
Durante un par de días más recorrí el pueblo costero, recorrí su Camino de Templos Viejos y su arcade medio vacía y su parque en la colina y un sendero oculto que, parecido al de Naruto, me llevaba monte arriba entre los árboles.
Lamentablemente quedaron sin visitar las islas aledañas, partes de la misma Onomichi, también rebosantes de lugares hermosos y secretos por develar. Otra vez será y, espero, con bicicleta, y una memoria vacía en la cámara.
De Onomichi partimos con Miki hacia Hiroshima, donde Emi, otra de mis amistades hechas en Nueva Zelanda, me esperaba para mostrarme su ciudad tan emblemática. Y aunque nosotros disfrutábamos de sol y buena salud, del otro lado de Japón se cernía una cruda ola polar...
Rafa Deviaje.
que buen lugar enano.. la descripcion me hizo acordar al lugar ese donde vivia la nenita anime brujita.. como se llamaba?, esa peli que me obligaste a ver??
ResponderEliminarKiki's delivery service, peliculón. No sabés la cantidad de merchandaising que tienen con Jiji, el gatito negro de Kiki. Es genial. Vos te comprarías todo.
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