De más está decir que
hubo bocha de caminatas en Tasmania que no tuve tiempo ni materiales
para hacer. Por un lado porque necesitaba trabajar, por otro lado
porque mis botas (mis bienamadas botas) se habían partido en el Mount Jerusalem (sí, las usé pisando como tarado durante medio
mes), y también porque algunas de esas caminatas exigían mayores
conocimientos y preparaciones de los que yo poseía.
Pero tuve la suerte de ir
un día a la Craddle Mountain, que es donde arranca el famoso
Overland Track. Yo fui a la par de un tano
que corría y brincaba de piedra en piedra con tanta cancha como hago
yo, y pisteamos todo el camino charlando de distintos lugares que
visitamos y montañas que recorrimos, sobrepasando turistas
pasianderos y sólo parándonos de tanto en tanto cuando la vista nos
dejaba sin aliento.
Craddle Mountain se ve
ahí, osamenta desnuda sobre el horizonte, desde mucho antes de
llegar al estacionamiento, y se va desplegando ante los ojos como una
figura fractal de roca polifacética de complejidad siempre en
aumento. Las zonas de sombra se llenan de textura a medida que los
pies avanzan y la silueta de los riscos se convierten en serruchos
frágiles, las murallas caprichosas de la naturaleza se pueblan de
escaleras ascendentes y lo que era una montaña gótica a la
distancia es de repente un laberinto de majestuosa
tridimensionalidad.
Nos quedamos más de una
hora en la cima, que tiene dos puntos espectaculares. En el primero
se ve toda una cara de roca suelta y un precipicio basto, y tiene una
placa redonda que marca distancias y direcciones con picos
importantes de todo Tasmania.
El segundo punto, que fue
mi preferido, ofrece vistas impresionantes de todo Craddle y de una
quebrada que desciende hasta un laguito, una quebrada que me enamoró
los ojos con su mixtura de pasto terciopelo y piedra tatuada de
líquen, con su tornasol de roca húmeda reflejando el cielo y
cavidades impenetrables.
De ahí bajamos a las
corridas esperando ver un wombat que no vimos, y volví al hostel. Y
ahora llega el punto en el que voy a intentar hablar del Tasman
Backpackers, el hostel en el que mejor me sentí durante estos tres
años iniciales de travesía.
Para ponerla corta,
confieso que el edificio es el de un viejo hospital, que se viene
medio abajo, que tiene cocinas sucias y desabastecidas, baños que
dejan que desear, duchas que se cortan a los cuatro minutos,
alfombras con ácaros y camas incómodas. Admito que tiene una mesa
de pool muy, muy buena, un jardín muy agradable y pedacitos de arte
por todos los rincones.
Y cuento que si no fuera por Sharon, la
mánager de housekeeping, el lugar sería otro más. Porque ella en sus nueve años de habitar el hostel
fue quien llenó todo de flores y pinturas y construyó un córner de
chapa donde la gente, al irse, fue dejando sus sonrisas y sus
lágrimas escritas. Sharon, la que con cuarenta y pico se sienta todos
los días a charlar con adolescentes y boludones que caen de
cualquier rincón del mundo y les da charla, les señala defectos sin
pelos en la lengua y los hace pensar contando anécdotas de su vida que siempre se contestan, después de una pausa meditada, con un gracias.
Y menciono brevemente a la
gente genial que pobló el hostel durante el mes y pico que pasé
entre sus paredes. Gente fuerte y gente frágil con la que hablando
entendí qué cosas importan y qué cosas acompañan. Gente con la
que salí de noche y me divertí como pocas veces antes. Gente con la
que jugué al pool y reí y compartimos comidas y alcohol y escuchamos
música callados y ojos cerrados y con la que hicimos yoga a
cualquier hora y estiramos desayunos durante horas de sol calentando
la mesa de madera y con la que bailamos sin vergüenza y
despotricamos contra las manzanas que pagaban muy poco y gente con la
que pude ser yo como más yo me conozco, y estuvo bien, estábamos
muy bien. Gente que se fue de a una sembrando ausencias, y gente de la que me costó despedirme como si una costilla
muy querida se me desgarrara del pecho. Gente con la que fui feliz.
Gente gracias a la cual entendí por qué Tasmania tiene forma de
corazón. Gente a la que le dediqué unas palabras en un chapón:
To the friends that are no
longer around this table,
but on the tiny tables of
cafés around the World,
lying on the sand of the
beaches surrounding the Oceans,
walking on the mountains
of the Earth,
drinking a beer at the
pub,
laughing loud as fuck
or crying in the darkness.
To all of them: my
thoughts, my heart, my love.
And to the friends that
stay
always
a good hug.
Rafa Deviaje.
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