En Hiroshima querían que nos quedáramos mucho más tiempo, pero nuestro viaje acababa de pasar el punto medio y nos urgían otros compromisos y otros destinos. Así que un frío día de enero la familia de Emi nos llevó hasta una Parking Area: teníamos un largo viaje por delante hasta Oita, así que no perdimos tiempo y empezamos a buscar alguien que quisiera llevarnos.
Tuvimos relativa buena suerte: un viejo con buen inglés, que se dedicaba a patentar inventos y viajar tratando de venderlos, nos llevó hasta una Parking Area en la isla de Kyushu, cerca de la ciudad de Ogori. Pero ahí se nos acabó la suerte: nos clavamos con Miki como tres horas buscando un coche y ni siquiera podíamos tomarnos un micro porque la línea que nosotros necesitábamos estaba cancelada.
A último momento ocurrió el milagro y atajé a otro viejo que iba más o menos para donde nosotros apuntábamos, y que al final creo que hizo unos cien kilómetros extra sólo para dejarnos en la estación de trenes de Oita. Nunca sabremos a dónde iba el tipo en realidad, pero le estoy eternamente agradecido.
Ahí nos tomamos un trencito de esos chiquitos que atraviesan campo y más campo, y nos recibió nuestro nuevo anfitrión para llevarnos a su casita (en el que también funcionaba un café y mini restaurant) en medio de las montañas y el bosque.
Pasamos tres noches allá, sin hacer mucho y descansando un montón. Nuestro anfitrión cocinaba para nosotros, charlábamos de todo un poco, tocábamos la guitarra y veíamos la lluvia desde el balcón. Una mañana nos llevó a conocer el pueblito, que tiene unas cascadas que en verano se re ponen para chapotear y un molino de agua antiquísimo al cual ayudé a destrabar.
En otra oportunidad me avisó que al día siguiente, bien temprano de madrugada, él y otros amigos iban a tener su práctica de kendo en el pequeño gimnasio o dojo que estaba ahí cerquita de la casa, y que podíamos ir a ver. A Miki no lo pude sacar de la cama pero allá fui yo, linterna en la oscuridad, cámara en mano y guiándome por los gritos de guerra y entrechocar de espadas.
Y aunque parecía que allá adentro se estaba librando una batalla campal, eran sólo tres personas: el sensei, mi anfitrión (cuya hermana supo ser Campeona Nacional de Kendo en su juventud) y otro amigo más. La energía que le ponían al entrenamiento, que llenaba el gimnasio virtualmente vacío, me despabiló en un segundo.
Finalizado el entrenamiento, que no osé disturbar, fui presentado con el sensei e invitado a cruzar espadas (shinai, katana de bambú) con él. Pero créanme que había visto suficiente como para tirar la toalla lo antes posible y desde lejos, y fue todo risas.
A la noche los tres kendoka nos pasaron a buscar, a Miki y a mí, y nos llevaron al onsen local, que tenía piletón exterior, sauna, y dos peculiaridades: una especie de arroyo artificial con chorros de agua que te masajeaban hasta la médula ósea, y un masajeador de microondas subacuáticas de cuya salubridad dudo rotundamente.
Y así pasaron aquellos dichosos y relajados días. Se acercaba de a poco el día en que debiéramos volar hacia Sapporo, pero antes de ir al aeropuerto de Fukuoka yo quería conocer los parques termales de Beppu. Así que pagamos dos noches en un departamentito cercano a la estación de Oita y allá nos fuimos.
Rafa Deviaje.
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