miércoles, 9 de marzo de 2016

El antiguo, el pequeño y el caro


Chiaki se llamaba nuestra guía, la que se ofreció voluntariamente y encantada con la oportunidad de darle a conocer su Saita natal a dos extranjeros. Así que el día que con Miki habíamos destinado a procrastinar se convirtió en un tour.



Chiaki apareció con un hijo de ocho años que apenas hablaba, nos presentó y nos llevó a conocer, primero, lo que aseguró ser la represa más extensa de Japón (dato sin confirmar) que es bastante pequeñuela en términos argentinos. El actual lago Mannoike, que provee irrigación a toda una área con escasas precipitaciones anuales, nos contó Chiaki, había sido construido por primera vez hace más de mil trescientos años (googleado y comprobado). Lo gracioso fue que Miki, en un intento de redimir falta de actividad reciente, decidió pegar un salto desde el borde del lago a un islote y metió la pata de lleno en el agua. El hijo de Chiaki se descostilló de risa y desde ese momento empezó a hablarnos.

 


Y resultó que el mocoso de ocho años sabía más inglés que la madre (que no sabía nada), podía traducir para un lado y para el otro con soltura y manejaba varios tiempos verbales sin drama ni asombro. Tomé nota del suceso para avisarle a Dragana que todavía había esperanzas en Japón.



De Mannoike fuimos al castillo de Marugame, que es uno de los doce castillos japoneses que no fue destruido y reconstruido por completo, sino que todavía conserva parte de la estructura original. Este castillo, nos explicaron, era también el más chiquito de todo Japón, pero en contraste ostentaba las murallas defensivas más altas: enormes bloques de piedras (un pequeño porcentaje aún intactas desde su construcción allá por el mil quinientos) que hacían de una colina preexistente, una fortaleza ascendente. Con dificultades fuimos interpretando la historia de los samuráis y los señores feudales de la época, que Chiaki narraba y su hijo traducía, pero mejor no comparto nada de eso que capaz me mando cualquiera.



El día estaba fulero y, mientras veíamos a unos locales fabricando abanicos rígidos tradicionales de la zona, Chiaki nos dio a elegir: vamos a un museo de arte contemporánea o vamos a un jardín japonés. Considerando que a Miki el arte le es indescifrable, que con el tema de arte modero uno nunca sabe qué va a terminar viendo, y que estos museos suelen ser caros, no tardamos en decir: ¡al jardín!



Nakazu Bansho es el más caro de los jardines a los que entramos: mil yenes. Seguro que el museo era más barato, pero ahí estábamos y no nos defraudó: a pesar de las nubes inclementes pudimos pasear por todos lados, cruzar todos los puentes, ver los pinos enanos, ver las casitas de té tradicionales, ver un pino de como trescientos años que crecía en forma de mesa gigante, recorrer las galerías de arte (cerámicas y pinturas y grabados, nada mal) y apreciar la ausencia completa de pasto.



Nos acercó hasta la estación de tren, nos dio las gracias, nosotros le dimos más gracias, nos despedimos del pequeño traductor y volvimos, cansados y satisfechos, para pasar nuestra última noche en la guest house y en Shikoku.



Rafa Deviaje.

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