Puente Kintai

El último lugar al que fuimos acompañados por Emi fue a ver el puente Kintai, un histórico puente de madera que cruza un río en cinco arcos consecutivos para llevarte al pie de la montaña donde se alza el castillo de Iwakuni. El puente lo cruzamos ida y vuelta (sí, hay que pagar algunos yenes para que te dejen cruzarlo, y esta vez los pagamos) pero al castillo no fuimos porque estaba cerrado.

 

El puente original fue construido en el mil seiscientos, reconstruido varias veces después, y sobrevivió crecidas e inundaciones por casi trescientos años hasta mil nueve cincuenta. Un tifón lo tiró al joraca ya que durante la guerra y post-guerra Japón no se pudo hacer cargo del mantenimiento necesario. El que cruzamos nosotros es una réplica del original, con pilares de piedra y material reforzados y utilizando clavos de acero como usan las katanas. Más vale que les dure.

Y el pueblo adyacente tiene también otros atractivos. Tiene un parque enorme que recorrimos de punta a punta. Tiene un mini edificio donde albergan varias serpientes albinas (que eran adoradas antiguamente por ser mascotas de los dioses) ¡y es gratis! Tienen templos y santuarios varios (como el Yougoji y el Kikko). Tiene un museo de arte al que no pasamos, y un local que vende heladitos de como cien sabores distintos, que no probamos.

 

El día estaba nublado y tristón y frío (por eso no compramos ningún helado) y quizás eso nos brindó el placer de ser casi los únicos visitantes. El lugar era tranquilo como un gato durmiendo la siesta y silencioso como algo ilegal. A mí me atraían los pequeños rincones abandonados y cubiertos de musgo, y los pimpollos de ciruelos y cerezos que empezaban a asomar.

No nos quedamos a ver cómo se ilumina el puente de noche porque el frío acuchillaba fuerte. En cambio volvimos a lo de Emi para pasar una última noche en Hiroshima, compartir una cena más con sus familia y un último sake calentito con el papá.

Rafa Deviaje.