Después de villa Nagoro nos tomamos un bondi hasta un punto X del mapa, donde nos bajamos a esperar el siguiente y yo, en un rato que deambulé, encontré una casa abandonada, un local abandonado y los restos colgantes de un puente venido abajo.
Tomamos el otro bondi que, pasando al ladito de casas sostenidas con palitos a la vera del camino y ropa tendida sobre la inexistente banquina, nos depositó en el valle Iya, que tiene dos atracciones: una cascada de morondanga y, más importante, un puente de lianas y sarmientos. También tiene una historia antigua interesante que va de samuráis y guerras y persecuciones y escondrijos en las montañas, pero eso lo supimos después.
El puente es lindo. Por un instante creí que capaz las plantas enredadas de verdad sostenían el peso del puente y la re flashé, pero en seguida leímos que no, que era acero nomás lo que lo sostenía y que las lianas recubrían.
Hay que pagar unos trescientos yenes para cruzarlo así que yo, haciéndome el boludo, me adentré varios pasos desde el extremo contrario a la entrada para sacar fotitos y huí.
Paseamos por el lecho del río, hicimos escalada amateur porque no vimos una escalera, encontramos un tanuki muerto (especie de mapache japonés) y le di sepultura bajo cascotes para que tuviera una descomposición digna, y comimos sanguchetes viendo las truchas nadar alrededor de un paraguas hundido.
Al final, como ya habíamos desenfundado un dineral en transportes, hicimos dedo hasta la estación de tren más cercana, exploramos un poco el pueblito circundante y pumba, hora y pico después nuestro anfitrión ahí estaba, al pie del cañón, para llevarnos a la guest house en coche. Guest house en la cual, retomando el hilo de la historia, durante una reunión de viejos amigos, conseguimos una guía local para ir a conocer Saita y sus atractivos, antes de irnos de Shikoku...
Rafa Deviaje.
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