miércoles, 18 de octubre de 2017

Epílogo

Acá, para cerrar, viene el posteo ultra personal. De esos que más quería escribir pero que no sabía si iba a interesar. Ese que quise poner por escrito el primer día que puse un pie en tierra extranjera, pero que demoró un año en ver la luz del primer renglón. Ese que no tiene principio ni final.

Y al no tener principio se hace doblemente difícil elegir por qué empezar. Y citando a un desconocido, digo que se empieza por lo primero y ese primero es la idea del viaje.

Conocer gente que viajó o conocer sus historias es quizás el inicio de las ganas de viajar. Ver fotitos de países tropicales en los libros de geografía del primario, ojear la sección de turismo (después de leer los chistes de la última página) sólo para ver playas exóticas, o soñar despierto con desiertos y océanos escuchando música... esos tendrían que haber sido algunos síntomas, pero en ese momento no eran nada. Eran latencia.

La primera vez que dije que quería viajar dije que quería ir a Hawaii. Ningún boludo. Pero mis viejos no me dejaron. Sin embargo ahí debió ser que despertó ese pequeño monstruo insaciable, algo adentro mío que dijo “¿ah sí, no puedo ir a Hawaii? Dale, esperate, ya vas a ver”. Así que terminé la carrera de cuatro años y medio esperando sólo ese momento: irme de viaje. Y para ese entonces en mi cabeza no había ninguna otra alternativa que no fuera la de irme a la mierda. (No literalmente.)

Durante su concepción el viaje tomó mil formas: una Work and Travel a Estados Unidos y después a Europa. O a Hawaii de nuevo. Esto y lo otro. Pero debido a mil diversas circunstancias y gracias al pasaporte tano, Nueva Zelanda se plantó ante mí: un país de muy fácil acceso, lleno de trabajo pagado en algo más mejor que el sope, ultra hospitalario y diseñado para recibir viajeros freshman como yo.

Sacar la visa, comprar pasajes, contratar seguro, elegir mochila y pagar por adelantado las primeras noches en un hostel del que no sabía nada, fueron pasos que se sucedieron tan simplemente como jugar al pan y queso. La voluntad estaba cien por ciento dispuesta. Los nervios se iban multiplicando pero eran aceptados con simpleza infinita.

Y ahí sí, el viaje. Tenía mil expectativas, las buenas y las malas, y era consciente de que no tenía ni la más remilputa peregrina idea de qué iba a pasar, conmigo, con todo. Si esperaba un cambio de personalidad abrupto y repentino, no lo hubo. Seguía (sigo) siendo el mismo gil. Pero desde el primer momento me di cuenta que algo estaba cambiando, muy por adentro, muy de a poco, muy a lo mínimo y necesario: sentí que estaba madurando.

Sí, así es. Ya no estaba con mamá ni papá ni un hermano mayor, ya no tenía un amigo con auto que decidiera a dónde ir, y la manada no me atraía. Así que empecé a tomar decisiones, a aprender a cocinar y a comprar la comida y a planificar con tiempo qué iba a comer. Siempre ayudado por cientos de personas que se apiadaban un poco de mi tremenda inexperiencia, aprendí a moverme, a conseguir trabajo en un país con otro idioma, a defender lo mío, a comprar un auto y a arreglarlo porque te vieron la cara.

Y salvo algún que otro momento de fuerte indecisión, la cosa se fue dando sola, fluyendo, tirando hacia adelante. Se sentía naturalísimo al principio (o sea, salvo porque estaba a diez mil kilómetros y rodeado de asiáticos y maoríes, todo era natural) pero con el tiempo empecé a sentir una extrañeza. Onda, dale, ¿de verdad estoy en Nueva Zelanda? ¿Y de verdad estoy trabajando más de doce horas por día? ¿Y es posta posta posta que estoy pensando en pegar un viaje a Australia el año que viene? Che y escuchame... ¿vos estás seguro que tomaste la decisión correcta, no era mejor conseguir un laburito por allá y hacerla pancho? ¿No dudás un toque de lo que va a pasar, no de acá a un mes ni un año, sino a cinco, a diez? ¿No te irás a volver adicto a esto? ¿Quién te salva después, macho?

Sí, con el tiempo se volvió rarísimo. Y se llenó de dudas. Pero siempre caía en la misma respuesta: primero pensá en viajar, y cuando vuelvas pensá en volver.

Y entre tantas cavilaciones llegó el día en que, de repente, me pregunté cómo era la canilla de la cocina de mi casa en Buenos Aires y no supe responder. Me pregunté cuántos escalones tenía que subir para llegar a mi pieza, y no pude recordar. Intenté componer plantita por plantita el jardín del fondo, y fallé.

Ya conocía ese sentimiento: era el de la mudanza. Recuerdo casi haber llorado, la primera y única vez que me mudé, cuando descubrí que conocía mejor la nueva casa de lo que recordaba la casa anterior, la casa de toda la vida.

Así que me había mudado otra vez, y deviaje era mi nuevo hogar. Y, como nuevo hogar, me fascinaba y quería aprendérmelo todo. Podía pasarme una noche entera, desvelado, recordando cómo se había sentido el asiento del primer avión y cómo el del segundo; cómo brillaba, húmedo, el sol del primer amanecer en Auckland; cómo olía la cocina del primer hostel y cómo la del segundo; cómo dormía en esa habitación subterránea y qué posiciones hacían que la bolsa de dormir se me pegara a la piel; cómo dolían los pies de vagabundear, cómo dolían las muñecas después de diez horas de pickear kiwifruit, cómo dolían las rodillas después de once horas de empaquetar los kiwis que otros backpackers habían pickeado; cómo sonaba el ukulele en aquella sucia cabin, cómo pesaban los párpados cuando empecé a viajar hacia el sur, cómo me sentí en la desoladora Christchurch esa primera noche, cómo se sintió trabajar sin tener un día de completa libertad durante cuatro meses, cómo se sintió despedir montón de amistades y seguir ahí.

Hasta que llegó eso que todo el mundo (y yo mismo) llamamos viajar: recorrer, visitar, ver, explorar, sin más preocupaciones que la comida, lo que se lleva puesto, y hasta dónde llegarás antes de que caiga la noche. Confieso: el mes previo estuve cagado hasta las patas.

Ahora, como sabemos, ese paseo duró poco. Y por lo poco que duró, me di cuenta que viajar solo, por las mías, podía a veces volverse angustiosamente aburrido. No me sentía listo.

Me quedé más de siete meses en la farm de las vacas, y los sufrí como in zángano. No recuerdo haber tenido crisis más grande en mi vida entera: porque todo se me cayó, la imagen que tenía de mí, mi pasado, los porqué de mis fracasos, el porqué de la ansiedad, la falta de espontaneidad, el dolor de piernas, la soledad, el corazón roto, la desesperanza, la forma de la nariz y el pelo y la marca de la ropa y el humor tan malo que ni sonrisas de compromiso traía. Todo cayó, nada se salvó.

La pasé como el orto, en parte porque decidí guardar secreto y en parte porque toda la gente con la que contaba me dejó en banda (salvo una) y me obligó a nadar solito. Entonces fui encontrando muchas respuestas nuevas, y si no me hundí fue porque el faro en la tormenta seguía brillando a lo lejos: estás de viaje Rafa, aprovechá cada experiencia, aunque no se entienda el dolor, aprovechá cada mañana para aprender, y aprovechá que podés tirarte en el pasto al sol donde nadie te molesta y no en un dormitorio diminuto o en un baño de oficina...

Lo mejor que logré, el último tiempo de la farm, fue paz. Sabía que la crisis no había sino empezado, que cuando pisara de nuevo una ruta iba a estar igualmente en pelotas; pero tenía paz en mi cabeza, sólo me quedaba sanar.

Entonces volví al viaje, a moverme solo, y no estuvo feo. Estuvo lindo. Conocí gente, hice favores, me hicieron otros, fracasé en muchas cosas, perdí oportunidades, vi cosas hermosas. Y me fui de Nueva Zelanda a Australia: mi primer país, el primer objetivo, había sido completado completito: ya no había forma de parar.

En Australia vagué por un mes con sólo una brújula y cuando las cosas quisuieron pasar, pasaron: conocí a Ivan haciendo dedo y su familia me adoptó. Soy consciente de que de no habernos conocido nunca mi viaje en Australia habría sido totalmente distinto, quizás habría visto más cosas, habría conocido otra gente, habría incluso ahorrado más plata. ¿Algo de todo eso me importaba? Ni ahí.

Porque Ivan, su familia, su casa y su perro Choco fueron el soporte que me mantuvo alto alto, sobre el zanco. Fueron el nido provisorio, fueron el cariño que me faltaba y que no se consigue de otro backpacker. Fueron, también, quienes me ventilaron las cisuras más cerradas.

En el medio cayó Japón, cayó el reencuentro con la cara de la familiaridad, como si dos años y pico hubieran sido la semana pasada. Y vino aquel viaje alucinante a todo gasto y sin preocupaciones de trabajo o de nada, de nada, de nada. Japón fue la aventura idílica y la sorpresa a diario, fue el otro mundo del que tardé en aterrizar. Fue una probadita de eso que me prometía a mí mismo para cuando se me terminaran las working holiday.

Pero de vuelta en Australia siguieron mis dudas, mi dependencia con Ivan se me volvió contraproducente (aunque siempre disfrutable), el deseo de despegar era inminente.

De vuelta en Australia, también, me atacó una cosa nueva: extrañaba. Soñaba con Argentina antes de dormir y soñaba con la comida de casa mientras juntaba papas y juntaba paltas. Soñaba con volver de sorpresa y ver las caras... Pero soñaba, más que nada, con volver a los tiempos de antes de arrancar mi viaje.

Entonces Tasmania apareció ante mis ojos cerrados, apareció y dijo hola como si siempre hubiera estado ahí (de chiquitito creía que los ornitorrincos sólo vivían en Tasmania), y me fui a Tasmania nomás. Y todo lo que había aprendido y descubierto durante esos tres años de viaje, en esa isla, hizo eclosión. ¿Qué me dio la primera pauta de que algo estaba cambiando irremediable y para siempre?: mandé a cagar esas invisibles reglas autoimpuestas, dije que sí porque el no ya estaba gastado, encontré fuerzas donde siempre pensé que no había nada.

Me dije que puede ser uno mismo ese desconocido hospitalario, me dije que uno puede alimentar todos sus demonios y ángeles interiores con bondad y alegría, me dije que uno puede ir a buscar todo lo que el corazón ansía y puede conseguirlo, me dije que los errores no tienen forma real sino adoptada, me dije que no había coherencia ninguna entre hacer decir y pensar si no se alinea todo con el sentir y el deseo; me dije que, finalmente, el viaje había comenzado. Esa duda como garrapata que durante mi estadía en la farm de Nueva Zelanda había succionado todo lo que quiso, ya no era más que una cáscara seca deshaciéndose en el camino que había atrás.

Y no tuve más dudas: quizás viajar no fuera lo mío después de todo, quizás haya dejado pasar cien mil millones de oportunidades mejores, quizás la travesía se termine de un día para el otro... Pero no había ni un gramo de desperdicio ni podría desear, para mí mismo, nada mejor.

En Tasmania, por primera vez desde que salí de viaje, me enamoré, y sé que no fue casualidad. Era el momento para. Era el lugarcito para.

Los últimos meses en Australia, de nuevo en mi provincia de las Tablelands, fue la última prueba: nunca  pero nunca habría imaginado que repetir una temporada de farm work fuera tan pero tan embolante. Y aunque me mantenía positivo, proactivo y contento, la cosa se hizo de chicle y los días no estaban nunca satisfechos de horas. Parecía ya haber tenido suficiente y sólo quería arrancar.

Arranqué, llegado el anteúltimo día de mi Visa, hacia Bali. Las despedidas se hicieron difíciles con mis australianos preferidos pero todo volvía a sucederse como poner un pie adelante y decir pan, ver al otro imitarte y decir queso.

Y en Bali encontré otro de esos puntos de inflexión: un amigo de mi hermano me invitó a quedarme en su casa a cambio de que me permitiera, también, convencerme de publicar mis cosas escritas. Convencerme de que vale la pena intentar hacer plata con lo que uno ama y no puede dejar de hacer. Y lo logró: fue un flash.

En Bali la pasé de puta madre y disfruté estar activo y disfruté estar pachorra y esperaba cada día con ansiedad para ver cosas nuevas y esperaba cada noche con ansiedad para borrar un día más del calendario.

Porque después de Bali vino, para sorpresa de unos cuantos, mi visita a Argentina; la primera en casi tres años y medio.

Vine de sorpresa porque no debe haber nada más aburrido que ser esperado. Vine de sorpresa e hice bien porque después del quéhacésacá? y los abrazos que apretan más fuerte cuando son inesperados, golpeó el desencanto. El desencanto y la tranquilidad de ver el domicilio de mis documentos legales y saberme ajeno.

Pero así como yo caí de sorpresa, también sorpresas muchas tuve: me sorprendieron los precios inflados, me sorprendió la nueva Axion en vez de la vieja Esso, me sorprendieron las patentes nuevas y los billetes de 200 y 500 pesos, me sorprendieron los trenes nuevos y que hubiera más gente leyendo y ninguno escuchando música con el speaker. Me volvieron a sorprender esos sentimientos que me golpean por dentro cuando veo alguien pidiendo plata y no le puedo dar porque si le doy a todos mis ahorros de viajes de t
res años y medio se me van en un mes. Me volvieron a sorprender la muchedumbre de caras tristes y las fachadas llenas de polvo y la poca felicidad no elegida. Me volvieron a sorprender idénticas fachadas en el barrio y ver casas nuevas y que el olor del vecindario permaneciese inalterado. Me sorprendió ver el árbol de la otra esquina, tan gordo y tan alto, comiéndose los cables de alta tensión.


Me sorprendió con mucho agrado verlos a mis amigos y a mis parientes y reconectar al instante, y demostrarme que cuando las ondas sonoras surgen de una garganta y no de un parlantito, las ideas que transmiten se decodifican de otra manera. Me sorprendió con agrado vernos maduros, altos, abiertos, cansados pero invencibles.

Un mes y medio fue mucho, a pesar de las reuniones, de la escapada a Salta, de los abrazos. Un mes y medio que fue un paso y no hacia atrás, aunque me trajo al mismo sitio: fue un paso adelante, ahí donde cierra el ciclo.

Un paso final: ahí donde el pie del queso pisó el pie del pan, porque ya no había lugar para los dos, terminó toda esta sucesión. Arrancó la hora de empezar a jugar.

Despedirse fue mucho más difícil hoy que hace tres años y medio. La edad, la experiencia, la reincidencia, nos hacen a todos más conscientes de las consecuencias. Y ahí va.


Rafa Deviaje.

miércoles, 9 de agosto de 2017

El fin de una Visa

Todos vamos a morir un día, y todo también termina. Y entre vos y yo, este blog tenía sus días contados desde el momento que volví de Japón: así que acá estamos, después de ciento cincuenta y cuatro publicaciones, despidiéndonos.


Recuerdo en mi último mes de Nueva Zelanda haber conocido a un pibe que recién arrancaba y maquinaba un blog de viaje lleno de penurias; y recuerdo con felicidad haber entrado al mismo blog un año después y descubrir que nunca más, desde que nos conocimos, escribió una puta palabra en ese lugar. Ahí supe que a mí eventualmente me iba a llegar el momento; así que acá estamos, después de casi tres años y medio, después de ciento cincuenta y cuatro publicaciones, despidiéndonos.

Hago clic a la derecha del blog, hacia esos primeros posteos llenos de metáforas, chistes ingeniosos, links escondidos, fotos con muchas ganas en la edición, y casi que se me cae una lágrima. Poco a poco fui cambiando el estilo intentando mantenerme fiel al original; poco a poco fui mermando en expresiones, automatizando el retoque de las fotos, simplificando incluso el loguito. Hasta llegar a hoy, donde tengo que contar todo lo que hice en mis últimos cuatro meses y pico de visa en Australia de un tirón y sin fotos. Así que acá estamos, saldando cuentas, despidiéndonos.


Retomemos: estaba en Perth y me tomé un avión a la ya conocida Cairns. Me fui haciendo dedo hasta lo de Ivan y tuve la suerte, o la coincidencia, de que fuera él mismo quien me levantara cuando yo estaba ahí pulgar arriba. Mi último aventón en Australia fue suyo, oh qué maravilla.

Hice de nuevo toda la temporada de las paltas en el pueblito de Kairi, en el galpón de Jamie, el de una pierna y un brazo. Viví en el mismo cuartito (sólo que esta vez lo puse réquete lindo) y manejé el mismo coche. Coseché los mismos árboles con las mismas escaleras, manejé las mismas cherrypickers, (tuve la suerte de hacer poda con las sierras hidráulicas, eso fue el único trabajo novedoso), y recibí el mismo pago.

En el medio me visitaron amigos que había hecho en Tasmania y conocí nuevos; me reencontré con un pibe con el que había coincidido en Stewart Island allá lejos y hace tiempo; y fuimos al Daintree a acampar y visitamos distintas cascadas, logré ver una cassowary bendita, e incluso volví a saltar de un avión en paracaídas. Todo eso, y ni una foto.

Y disfruté cada día que mi segundo año de Working Holiday Visa se acercaba a su final, disfruté los paisajes de estos campos con nubes tan bajas que acarician; desayuné afuera bajo los árboles con el viento fresco y el sol dorado; me quedé mirando la niebla de la mañana que se queda dormida sobre los surcos; dormí siestas en la cama elástica después de entrenar, escuchando los pajaritos (que no cantan acá como cantan allá, en casa); manejé con amigos al lado ventanillas abiertas y música al palo; salí a corer con la perrita de Jamie todos los días y aprendí de cadenas y libertad; oí más historias de personajes entrañables; escribí mis cosas; comí muchas paltas.

Y así, sin mucho más, llegamos a este día en que me subo al avión que me arranca de este país y este rincón que ya es mi segundo hogar y mi segunda familia, y que me va a depositar en Bali, Indonesia. Un día más acá y mi Australia querida me convertiría en lo que nunca un viajero puede ser: inmigrante ilegal.


Así que chau blog, chau Australia, chau visas fáciles de trabajo bien pago. Chau: me voy a recorrer un rato con lo que haya ahorrado, sin pensar frases para este blog que siempre se quedaron cortas, sin pasar horas frente a una pantalla armando panoramas y GIFs que nunca pudieron imitar lo que yo veía. Me voy a viajar en serio, por entero, con ganas.


Rafa Deviaje.

jueves, 1 de junio de 2017

Dos días y una noche en Rottnest Island


Oliva, mi amiga española, llevaba un par de meses trabajando en un café en Rottnest Island, que está a un tiro de Fremantle, y me había invitado hacía rato, pero la falta de tiempo de Juli y los precios de pasaje me habían frenado.

 


Sin embargo cuando me encontré con cinco días extra de libertad, me fui hasta las oficinas de la compañía del ferry y les dije que quería ir allá a visitar a una amiga pero que estaba medio caro para mí. Tuve suerte: la viejita copada me hizo un veinte por ciento de descuento por ser amigo de un empleado de la empresa y, además, me consiguió asiento en los barcos que figuraban ya repletos.




Empaqué bien liviano mis cositas en la mochila chica, pasé por el supermercado para llevarle fruta fresca y barata a Oliva, y me embarqué. Ella me recibió en su casa, me mostró dónde iba a dormir, me mostró su bicicleta de cambios truncados, y me prestó un snorkel.



¿Qué itinerario tenía para el primer día?, me preguntó, y le dije que le quería dar la vuelta entera. Convengamos que Rottnest Island tiene once kilómetros de largo, pero así y todo me miraron como si estuviera loco.



Loco las bolas: lo dije y lo hice. Arranqué recorriendo la costa norte, parando en cada mirador y en cada playa bonita. Vi serpientes escabullirse en la ruta, vi una mantarraya bajo el agua, vi rocas gigantes como esponjas del tiempo, vi el agua más cristalina del mar, vi un acantilado de como ocho metros y salté (dos veces, que saltar una sola vez no demuestra coraje), vi casitas abandonadas y lobos marinos y formaciones extrañas de piedra como templos asiáticos en miniatura, vi un barco hundido, lagartos enormes, faros fotogénicos, pero ni un puto quokka.



Aclaro: los quokkas (que como ratas gigantes dan la nomenclatura a Rottnest Island: Isla Nido de Ratas), o el marsupial más feliz de todos, abundan en aquel lugar. O se suponía.




Al día siguiente pude darme el gusto: caminando con Oliva por el centro de la isla vimos bocha de quokkas (que sí, parecen estar sonriendo todo el tiempo, pero si mirás con cuidado le ves, en los ojitos, que están tristes, y que no lloran porque simplemente no tienen forma de hidratarse a gusto en esa isla pelada), y vi lagunitas rosadas (no tan rosadas como pueden ponerse, pero mil veces más rosas que el Pink Lake de Esperance), y vimos trencitos de gatas peludas (una de treinta y seis, la otra de cincuenta y siete), y cumplí uno de mis sueños desde que, de pequeño, vi esa película con Jessica Alba: Into the Blue.



Y pude meterme a hacer snorkel en el barco hundido que había visto el día anterior. A unos treinta metros de la costa espera, cubierto de algas y cobijando montón de peces, casi mágico. En mi imaginación era un galeón español lleno de esqueletos aferrando cofres sellados por la herrumbre, así que si no me quedé nadando ahí todo el día fue simplemente porque el agua estaba muy fría.


De ahí volví a lo de Oliva, me despedí otra vez, fui a tomar el ferry, volví a Fremantle, donde dejé patinarse un par de días más en buena compañía de hostel, y me despedí de mi (doblemente) roomate.


Volvía a las Tablelands, a la casa de Ivan y de Amanda y de Choco. Volvía lleno de historias, volvía la misma farm, a la misma camioneta, a las mismas personas, pero yo me sentía totalmente otro. Una alegría fue ver que, de darnos las manos, todos me lo señalaban con una sonrisa y me invitaban a contarles qué había estado haciendo.



Rafa Deviaje.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Freemantle International Street Artist Festival

Como conté antes, los dos días que estuve en Melbourne tuve la oportunidad de participar en shows callejeros de magia. La primera vez estaba con Juli y vi a este flaco haciendo ruido y sin público, y le dije quedémonos a ver. El loco adivinó de una que éramos argentinos, hizo aparecer una moneda en mi hombro, revoleó cartas afiladas a un globo que yo tuve que sostener bien lejos de mi cara, hizo tantos chistes forros que con Juli no nos parábamos de reír. El segundo mago, al dia siguiente, fue mucho más triste y la gente se fue sin darle ni cinco centavos.


En Fremantle, un suburbio al sur de Perth con una arquitectura muy particular (de herencia holandesa, me explicaron, su encanto está en la utilización de la limestone que le da una textura mágica sobre todo cuando se pone el sol), llegamos un jueves. Y durante el fin de semana de Pascua asistimos (Juli se perdió el último día porque tuvo que volverse a Nueva Zelanda) al International Street Artist Festival.


Artistas a la gorra, buenos y muy malos, locales, nacionales e internacionales, shows de magia, de música, de malabarismo, circenses profesionales y con humor del malo. Estaban los Gentlemen of the Road que tenían un espectáculo simple pero ultra simpático en el que incluían a nenes de amigos o pibes con síndrome de Down y cosas así que se ganaban la simpatía de todo el mundo. Estaban los Quatour Stomp que hacían muy buenos chistes y acrobacias zarpadas y eran, creo yo, los favoritos del festival. Había un flaco de Tasmania que tocaba música clásica de la puta madre con una guitarra arruinadísima. Había un show de fuego malísimo y una pareja de japoneses que tenían el récord Guiness con su pentaciclo. Había un loco de pelos parados que ahuyentaba al público y cortaba su show por la mitad.


Y hubo, claro está, performers que me incluyeron: una pareja de norteamericanos que me hicieron bailar y ayudarlos a tirar piruetas; y al día siguiente un electro-mimo que me tuvo como media hora parado al sol y oliendo su chivo inaguantable. Buenas memorias.


Y estando ahí no supe si es algo normal cuando se llevan más de tres años de gira, pero sentía que últimamente estaba viajando en círculos: acababa de reencontrarme con mi amigo alemánen Melbourne (el sexto de la Small Kiwi House con quien me volvía a cruzar), acababa de despedirme de una amiga del secundario, estaba otra vez compartiendo dormitorio con mi antigua roomate deTasmania...


Y como el trabajo de las paltas se atrasó una semana y me lo avisaron a último momento, cambié mi pasaje y fui a visitar a otra amiga del Tasman Backpackers que estaba a un ferry de distancia en Rottnest Island. Que sigan los círculos de la vida, que Australia se vuelva el pañuelo más chiquito del mundo...



Rafa Deviaje.

martes, 30 de mayo de 2017

Cape Le Grand National Park

Una semana cazando atardeceres
The Flash Road Trip: Melbourne-Perth
-cuarta parte


La idea era ir a ver los canguros que bajan a la playa con el amanecer en Cape Le Grand National Park, ahí al lado de Esperance, pero no llegamos. Dormí unas cuatro horas pero así y todo no llegamos. (Igual cabe decir que en la arena no encontramos ni una puta huella de canguro así que tal vez no nos perdimos nada.)




Y el lugar era, de todas formas, espectaculááááá. Alucinante. La arena blanca y fría que chillaba cuando hacíamos fricción con los pies descalzos, el agua del mar que era acuarela pura, las montañitas de granito con cavernitas, los delfines que jugaban en las olas, el olor a sal, la ausencia de personas.



Después de haber recargado energías volvimos a la ruta, pasamos por un Pink Lake en Esperance (que tenía menos de rosa que la Pantera Rosa en una tele previa al technicolor), y seguimos camino hacia Margaret River por caminos ondulantes y bosques imponentes, llovizna constante y música que ya se empezaba a repetir más de la cuenta.




La zona de Margaret River, que está al sur de la Costa Oeste de Australia, es hermosa y está llena de atractivos que en TripAdvisor parecen geniales. Pero a nosotros nos quedaba una última noche de van, todo estaba cerrando cuando llegamos, el cansancio me sangraba por dentro, y todavía teníamos que llegar a Perth antes de las tres de la tarde del día siguiente (so pena de mil dólares por cada hora de retraso).




Entonces lo que hicimos fue simple: nos escabullimos a un estacionamiento al lado de la playa siendo ya entrada la noche, dormimos a pata suelta, vimos otro amanecer sobre el mar, liquidamos lo poco que quedaba de desayuno y fuimos hasta Perth. Ahí descargamos mochilas en un hostel donde se alojaba mi antigua roomate del Tasman Backpackers, limpiamos la camioneta bien a fondo (y yo intenté disimular un bollo que le hice en el techo al tercer día de viaje), y me fui, manejando solito por primera vez, hasta el aeropuerto para entregar las llaves y la van.




No dijeron nada del bollo en el techo, no dijeron nada de nada, y me fui feliz. Lo último que hice fue comparar el kilometraje del antes y el después. La matemática fue simple: acababa de manejar de Este a Oeste, en menos de una semana, cuatro mil seiscientos setenta y cinco kilómetros. Más del diez por ciento de la circunferencia máxima de la Tierra. Antes de brindar esa noche con Juli brindé yo primero, por mi satisfacción y para con mi orgullo, con una buena siesta, de esas sin cubrirse y con ventana abierta.




Rafa Deviaje.