jueves, 21 de abril de 2016

Shinjuku: recargado


Otro día (un lindo día) fui temprano para Shinjuku. Para estrenar la mañana, salí del subte directo a las Torres Metropolitanas de Gobierno, a contemplar la ciudad desde arriba en un día de sol. Se veía todo, desde el nítido Sky Tree al inmenso y blanquito Monte Fuji. Pero debo confesar: el día de niebla y smog la ciudad tenía más magia y misterio.


De ahí divagué por las calles centrales, pasé por comercios, shoppings, salas de cine (en una tienen un godzila gigante asomándose sobre los edificios, re kakoi), puestitos de comida, locales otaku, puestitos con viejas que te leen las líneas de la mano.


Y llegué al lugar que quería ver: los Jardines de Shinjuku. En mi última visita, un día del otoño agonizante, había quedado deslumbrado entre árboles pelados y arces bañados en estrellas de sangre, y estaba ansioso por ver el cambio surgido después de casi tres meses.


Primavera. No a full, no plena, pero pujante. ¿Y qué significa primavera en Japón? ¡Sakuras! La flor del cerezo, flor nacional nipona, cubriendo cada rama de aquellos árboles que yo viera pelados la vez anterior. Los pobres arces, deshojados, ahora pasaban a segundo plano.



El clima no podía ser más lindo: sin importarnos el pasto en la ropa, montones de personas nos tirábamos por ahí a descansar, ver el celeste del cielo, ver el rosa y ver el blanco de las flores, ver las sombras de los árboles que, con millones de pétalos a los pies, parecían ser sombras teñidas.





En algunos sectores del parque la primavera despuntaba todavía tímida, con unos diminutos destellos de flor, pero en otros (en esos donde los turistas, especialmente chinos, se conglomeraban con cámaras excitadas) todo era ya un caos violento de diminutos pétalos rosados, pistilos sonrientes y pimpollos que, si escuchabas con cuidado, podías oírlos gritar desde adentro: ¡gambaranakya! Un mes más tarde, empezando abril, esos pimpollos serían la mágica lluvia de pétalos que inspiran tantos primeros episodios de tantos animés.






En un rincón apartado encontré a un oficinista que, aprovechando el recreo del almuerzo, practicaba truquitos con su balero (o kendama). Quería sacarle una foto haciendo lo suyo en aquel entorno así que me le acerqué a hablar, y a pesar de mi básico japonés entendí que venía practicando durante el almuerzo desde hacía un año (sí, se tiraba unos malabares bastante impresionantes) y que quería volverse pro en el asunto. Y de su maletín sacó otro balero y me invitó a jugar.



Rato largo después, cuando noté que las risas lo desconcentraban y que cualquier comunicación se volvía engorrosa (y desencadenaba más risitas nerviosas), le agradecí por el buen rato y me alejé sonriente. Recién al salir del parque me di cuenta y me golpeé la frente: no le saqué una foto, qué tarado.



Rafa Deviaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario