Una de las actividades a las que me dediqué los últimos días en Japón es al geocaching (ver link). Yo conocí este juego de realidad aumentada cuando visité Stewart Island, pero nunca me había bajado la aplicación ni le había dado mayor bola. Pero durante una semana, en Tokyo, la reventé: gracias a mil pequeños tesoros escondidos cada trescientos pasos por toda la ciudad, en rincones lindos, secretos o históricos, llegué a visitar sitios que de otra forma me hubieran pasado inadvertidos (aunque, lamentablemente, no pude encontrar todos los cachés que me propuse).
Volviendo de la Sky Tree pasé por el Parque Sumida, donde está el santuario Ushima. Creíamos con Miki que aquel día iba a haber un festival en el que botaban montón de barquitos en el Río Sumida, pero vaya uno a saber por qué, no hubo nada.
Después enfilamos hacia el Museo de Terremoto de Kanto (en reparaciones) al que no ingresé porque simplemente no supe de qué se trataba. Ahí cerquita está el Jardín Kyuyasuda, donde nos pegamos una siestita al sol entre viejitos con bastón y patos angurrientos.
El parque tiene su laguito artificial, su puentecito tradicional, sus arbolitos, su pequeño santuario que es tan lindo que me gustaría tenerlo en mi casa, y muchos banquitos para sentarte. Y lo curioso fue encontrar algo de lo que habíamos oído hablar pero, hasta el momento, no habíamos visto: un pelotón de cinco ponjas, empleados municipales o algo así, con sus mamelucos azules, sus cascos de seguridad... y sus pinzas de depilar.
Y no te jodo ni un poco eh, ahí estaban los locos: sentados en el suelo, sacando los pastitos uno por uno para que sólo el musgo lindo, mullido y brillante, cubriera la tierra. ¿Por qué los cascos? Para no ser maldecidos, o para protegerse de la caca de algún cuervo, capaz.
Y de ahí pasamos a ver el Ryogoku Kokugikan, el gran dojo de los luchadores de sumo. Gracias al nuevo campeón mundial, se le seguía dando mucha manija al asunto por la tele, pero para nuestra desgracia no había torneos en el mes de febrero. Así que miramos el edificio por afuera y fuimos al museo (donde guardan las fajas de cada uno de los capos del sumo a lo largo de la historia, buenísimo).
Sí tuve la oportunidad de estrechar la manotota de sumoka rubicundo. Creo que, de no haber lucido tan bonachón, se hubiera convertido en el único ponja que me hubiera dado miedo de solo verlo. Le dije arigató por posar para una sashin, kiosketé y gambaté kudasai y esas cosas que lo hicieron sonreír más, y ahí me fui, celular en mano, a buscar otro caché a la vuelta de la esquina.
Rafa Deviaje.
jajajja, en serio hasta casco??, jajaj, que grosos estos tipos
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