lunes, 4 de abril de 2016

Más relajado que mono en onsen


Bajo fuerte nevada, con paraguas prestados, abrigos pesados y medias térmicas, salimos a remontar el camino de una hora que nos llevaría hasta el onsen donde unos monitos, hace unos cincuenta años, aprendieron a nadar y relajar penas.


Cuando llegamos la nieve empezó a aflojar un poquito y nos permitió disfrutar mejor del paisaje: un vallecito divino con edificios viejos, piletones al aire libre, y cientos de monitos yendo de acá para allá.



A pesar del frío (o tal vez a causa del frío) estaba lleno de turistas que, como yo, no paraban de sacar fotos y aprovechaban cada oportunidad para acercarse a los animalitos que jugueteaban al borde del piletón caliente, se trepaban a barandas y postes, hacían sus monerías entre las piernas de los espectadores y se sacudían de las crenchas por cualquier boludez.

 

También había muchas personas que, como yo, cada tanto bajaban la cámara y se quedaban viendo embelesados a los monos mojados que, casi en trance, parecían más humanos que animales. Hasta un poco de envidia me daban.


Pero lo que más les envidié fue el pelaje: uno pensaría que con tanto pelo el mono tardaría en secarse, pero no: los guachos se sacuden un segundo y listo, sequitos están y listos para ir a saltar y buscar morfi en la nieve.



Ahora, a pesar de las postales hermosas dignas de Baraka, hay que contar el lado feo del asunto (no, el precio del parque es barato): la caca de los monos. Si bien estoy seguro que más de un humano deja salir la meada en el onsen público, creo que sólo los monos dejan salir el cago así nomás. Y ahí los tenés, pequeños sorullos flotando todo alrededor.


Y el olor, otro asunto. Ni siquiera las temperaturas heladas disimulan la vaharada del todo. Pero a pesar de la escatología, la visita al onsen de los monos valió la pena rotundamente.



Lo chistoso sucedió a la vuelta, cuando con Miki descubrimos con Pachinko diminuto, viejo y olvidado en medio de Yamanouchi. Yo pasé a ver y terminé jugando con una escopetita de corcho a derribar pequeños darumas en un estante. La viejita que atendía el local (vacío excepto por nosotros) me dio un muñequito cualunque y un chocolate y nos fuimos.




Y a los pocos metros nos topamos con una familia de monitos que habían bajado de la montaña al pueblo. Inmediatamente escupí en mi mano lo que quedaba de la última galletita a medio masticar y se la ofrecí, pero o el mono me malinterpretó o se avivó de mi guachada y se calentó, y me vino a prepotear a los aullidos.



Por suerte yo vi bastante A prueba de todo y me puse en puntas de pie y extendí los brazos sobre mi cabeza y lo intimidé y se fue allá lejos, a mirarme con rencor. Yo le dejé el cachito de galletita cerca y nos fuimos.

 

Al volver a pasar a los diez minutos (porque nos olvidamos los paraguas en la puerta del Pachinko), el bocadito masticado ya no estaba ahí. Contento con nuestro encuentro, volvimos al hostel donde, más tarde, me sumergí en el que sería el último onsen de Japón para mí, con copos de nieve cayendo y espirales de vapor perdiéndose en la noche.



Rafa Deviaje.

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