miércoles, 13 de abril de 2016

Tokyo, tadaima


Cuando elegíamos departamento para quedarnos las últimas nueve noches japonesas, con Miki debatíamos sobre precios, accesos a internet y locaciones. Finalmente elegimos un lugar con buenas críticas, a diez minutos caminando de Akihabara (el paraíso otaku), con buen internet, poco espacio y un precio regalado.


 

De las muchas veces que fui a Akihabara, una vez lo hice siguiendo un caminito secundario, pegado al río Sagawa. Y ahí encontré, de suerte, un santuario sintoísta diminuto que me fascinó: el Yanagimori.


Si bien desde la vereda llamaban la atención alambres de púa circundándolo todo, una vez adentro era como entrar a un compacto jardín adornado por un chatarrero compulsivo. Tenía una colección de plantas en macetas que constantemente se confundía con maleza. Tenía mini santuarios hermosos de achacados. Tenía un tanuki y un zorro con testículos gigantes. Tenía un gato pancho que dormía en una cuchita de plástico.


Y tenía las tinajas enormes donde juntan el agua de los techos, ahí olvidados y oxidados, con sus micro-ecosistemas enteros durmiendo la siesta entre la sombra de los edificios y al ronroneo del tráfico distante... Y aunque reconozco que no era un lugar de esos geniales, quién pudiera, pensé dejando correr ya la nostalgia por tener que abandonar pronto aquel país, quién pudiera tener un rinconcito como ese, siempre a mano, al cual recurrir en medio de una urbe tan trajinada...



Rafa Deviaje.

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