viernes, 3 de julio de 2015

El famoso (el gran) Milford Sound

Lo primero que hicimos Mathis y yo al llegar al Te Anau fue ir a un hostel y dejar nuestros bártulos. Lo segundo fue llevar el auto al mecánico y mostrarle la pinchadura: con suerte iba a estar arreglado para el día siguiente después del almuerzo. Insistí en que teníamos que ir a Milford Sound y dijo que iba a intentar hacerlo antes pero que no prometía nada.


Así fueron pasando las horas. Por un lado, no sabíamos si el auto iba a estar a tiempo para ir a Milford Sound o no, porque desde Te Anau son unas dos horas y media manejando y el crucero más tardío es a las tres en punto. Por otro lado, si el clima estaba feo, yo le dije a Mathis “sorry macho, pero voy a esperar buen clima”; y este era un lujo que él no podía darse porque tenía ya un ticket de autobús para irse a Queenstown. Conclusión: teníamos que esperar hasta último momento.


Hice una ensalada monumental con muchas cosas que se iban a echar a podrir y le invité la cena. Nos fuimos a dormir temprano y a la mañana siguiente le invité un desayunito frugal, porque el pibe iba tan liviano que ni morfi tenía. Salimos a caminar hasta un lugar con pájaros nativos, para matar el tiempo, y el clima nos bajoneó: encapotado y con niebla. El lago de Te Anau podría haber sido el océano o un charco grande, porque no se veía más allá de diez metros desde la orilla. Yo lo miré a Mathis con cara de “no me odies pero si sigue así...”

A eso de las once fuimos juntos al mecánico a ver qué onda. Y en ese momento había un loquito arreglándolo. “En cinco minutos está listo”, me dijo, y a Mathis y a mí nos saltó el corazón en el pecho. Con el auto listo y todas las gomas infladas, hice una parada en la petrol station para llenar el tanque, y la mujer de la caja me dijo que en Milford Sound el clima seguro estaba divino. “Es el valle de Te Anau”, me explicó, “no siempre corre bien el viento acá”.


Deseando que no fuera una mentirosa compulsiva, pusimos rumbo a Milford Sound, rodeados de niebla gris y fría pero con grandes expectativas. A los diez minutos el cielo empezaba a clarear. A los veinte, podíamos ver en el retrovisor un banco de nubes sobre Te Anau, que se quedaba atrás, bien atrás, despejando hermosas montañas nevadas adelante nuestro.


Debo haber hecho unas cinco o seis paradas para sacar fotos, porque cada vez que salíamos de una seguidilla de curvas y bosquecitos, las montañas nos deleitaban más y más. Yo estaba feliz. Además aprovechaba para patear las ruedas y ver que ninguna fuera a pincharse ahora.

Después de un punto crucial, donde dejás de ir Sur-Norte y empezás a ir Este-Oeste, dejé de ir admirando el paisaje: la ruta corre por un valle angosto como raya del culo, y las montañas que se levantan implacables a ambos lados no permiten que la nieve y el hielo se retiren fácilmente de la calzada. Pero fui cauteloso y tuve suerte, y sólo patinamos unpoquitín un par de veces, y el coche demostró portarse como un potro domado porque en cuestión de instante recuperaba el rumbo. Onda ¡ups!, no pasó nada. Mathis ni se inmutaba.


Atravesamos un túnel que se hunde como garganta sedienta dentro de la montaña, con paredes rugosas y chorreantes, y se abrió ante nosotros un valle descomunal, con titanes que se ciernen amenazantes a ambos lados del caminito zigzag cuesta abajo, como queriendo sepultarlo todo en una avalancha de hielo y rocas. Otra vez tuve que hacer un par de paradas fotográficas, incluso donde había cartelitos que me decían que no me detuviera. Ja, andá a pararme a mí con un cartelito, pichón neozelandés.

Llegamos a Milford Sound maravillados, y ahí hicimos el check-in con la compañía que tiene el más tardío de los cruceros. (Aclaro que mi sueño era hacer la caminata de cuatro días que parte desde aquel fiordo, pero en verano no pude hacerlo porque los cupos son limitados y estaba saturado, y en invierno no se puede hacer si no se cuenta con equipo de montañismo y experiencia, así que si algún día soy rico, volveré y lo haré, carajo mierda.)

Esperando a nuestro crucero nos pusimos a hablar con los otros ocho pasajeros de esa tarde y rápidamente conseguimos dos franceses que se volvían a Te Anau después del crucero, y se ofrecieron a llevarlo a Mathis. Yo quería ver un amanecer antes de volver, en Milford Sound hay un solo alojamiento carísimo, y además el alemán tenía su micro que salía a las nueve de la mañana, así que estaba jugadísimo.

Calentaron los motores, soltaron la amarra, nos repartieron muffins y nos indicaron queusáramos la máquina de café a nuestro gusto. Hacía tanto frío que me mandé un latte apenas zarpamos, y creo haber ingerido otros cinco o seis en las casi dos horas de recorrido.


Llegado a este punto se me hace complicado explicar lo que se siente ir en un botecito por este hermoso fiordo. El agua estaba calma y tenía un color profundo pero precioso, las montañas circundantes son regias. Más que regias. Uno va moviéndose como en una cascarita de nuez y tiene la impresión de que en vez de montañas son los Argonath del Anduin, o más, son antiguos dioses cuya vista está clavada en el sol y las estrellas, que nunca cambian, y que de tanto en tanto sienten la erosión del mar en su base y entonces nos prodigan una breve y serena mirada, y esos dioses sueltan una lágrima de compasión y añoranza y es ahí que caen cascadas y más cascadas, acá, allá, por el otro lado, caen cascadas sin parar por todos lados, todos lados. Y el barco se va moviendo despacito, el capitán te va llevando de una cascada a otra, señala los delfines que van saltando a pocos metros, detiene el bote para que los veamos más tranquilos, y sigue, y para otra vez, pero ahora lo hace abajo del chorro mismo de una cascada que cae desde tan alto que el viento la hace desaparecer como una cortina de rocío, y seguís, seguís dando vueltas al barco porque no podés dejar de admirar todo y admirar las distintas facetas de las montañas y la luz del sol que logra besarles las cumbres y hace que todo parezca una maqueta colosal e irreal, y seguís girando la cabeza y haciéndote cafés con leche porque hace frío pero el frío se disfruta porque te hace estremecer el cuerpo tanto como se te está estremeciendo el alma. Y el capitán entonces anuncia que estamos llegado a la boca del fiordo, y ves el mar, el Mar de Tasmania, y sabés que si armaras un motín podrías ir derecho a Australia donde canguros saltan en el desierto. Pero dejás la fantasía, que es tan difícil dejar la fantasía estando en un puto crucerito en medio de Milford Sound, y pegás la vuelta. Ves más cascadas, ves una foca con modorra sobre una piedra, ves que las montañas son más impresionantes de lo que antes te parecían, ves que no querés que el crucero se termine más, y no sólo porque el café es ilimitado...


Las nubes empezaron a cubrirlo todo cuando estábamos por llegar al muelle. Me despedí de Mathis y deambulé por la única calle de aquel extremo del mundo. Embelesado. Milford Sound y Mount Cook, mis dos maravillas neozelandesas. Me subí al auto y me alejé unos cuantos kilómetros hacia adentro del valle, donde encontré un lugarcito resguardado donde pasar la noche. Hubiera dormido mejor si no fuera por la constante lluvia, incesante y con virajes bruscos.

Amaneció tarde, todavía lloviendo: en un valle tan estrecho y tan nublado, el sol podía no mostrarse nunca. Yo seguí manejando mi retorno, en medio de una bruma infinita y millones de cascadas: a diferencia del día anterior, ahora podía entrever con dificultad, que ambos murallones del valle tejían un manto intrincado de cascadas y saltos inconmensurables, por kilómetros y kilómetros.


Crucé el túnel, seguí el zigzag, esta vez sin patinar, y ya estando lejos de aquel pequeño paraíso, paré el auto y me detuve a ver una masa de nubes blancas cerniéndose sobre aquella cordillera que acababa de dejar. Y del otro lado, como una media sonrisa, había un arco íris sólido que parecía partir de la propia ruta. Con el corazón encogido, volví a meterme en el auto, puse música, y seguí.


Rafa Deviaje.

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