Lo primero que hicimos Mathis y yo al
llegar al Te Anau fue ir a un hostel y dejar nuestros bártulos.
Lo segundo fue llevar el auto al mecánico y mostrarle la pinchadura:
con suerte iba a estar arreglado para el día siguiente después del
almuerzo. Insistí en que teníamos que ir a Milford Sound y dijo que
iba a intentar hacerlo antes pero que no prometía nada.
Así fueron pasando las
horas. Por un lado, no sabíamos si el auto iba a estar a tiempo para
ir a Milford Sound o no, porque desde Te Anau son unas dos horas y
media manejando y el crucero más tardío es a las tres en punto. Por
otro lado, si el clima estaba feo, yo le dije a Mathis “sorry
macho, pero voy a esperar buen clima”; y este era un lujo que él
no podía darse porque tenía ya un ticket de autobús para irse a
Queenstown. Conclusión: teníamos que esperar hasta último momento.
Hice una ensalada
monumental con muchas cosas que se iban a echar a podrir y le invité
la cena. Nos fuimos a dormir temprano y a la mañana siguiente le
invité un desayunito frugal, porque el pibe iba tan liviano que ni
morfi tenía. Salimos a caminar hasta un lugar con pájaros nativos,
para matar el tiempo, y el clima nos bajoneó: encapotado y con niebla.
El lago de Te Anau podría haber sido el océano o un charco grande,
porque no se veía más allá de diez metros desde la orilla. Yo lo
miré a Mathis con cara de “no me odies pero si sigue así...”
A eso de las once fuimos
juntos al mecánico a ver qué onda. Y en ese momento había un
loquito arreglándolo. “En cinco minutos está listo”, me dijo, y
a Mathis y a mí nos saltó el corazón en el pecho. Con el auto
listo y todas las gomas infladas, hice una parada en la petrol station para llenar el tanque, y la mujer de la caja me dijo que en
Milford Sound el clima seguro estaba divino. “Es el valle de Te
Anau”, me explicó, “no siempre corre bien el viento acá”.
Deseando que no fuera una
mentirosa compulsiva, pusimos rumbo a Milford Sound, rodeados de
niebla gris y fría pero con grandes expectativas. A los diez minutos
el cielo empezaba a clarear. A los veinte, podíamos ver en el
retrovisor un banco de nubes sobre Te Anau, que se quedaba atrás,
bien atrás, despejando hermosas montañas nevadas adelante nuestro.
Debo haber hecho unas
cinco o seis paradas para sacar fotos, porque cada vez que salíamos
de una seguidilla de curvas y bosquecitos, las montañas nos
deleitaban más y más. Yo estaba feliz. Además aprovechaba para
patear las ruedas y ver que ninguna fuera a pincharse ahora.
Después de un punto
crucial, donde dejás de ir Sur-Norte y empezás a ir Este-Oeste,
dejé de ir admirando el paisaje: la ruta corre por un valle angosto
como raya del culo, y las montañas que se levantan implacables a
ambos lados no permiten que la nieve y el hielo se retiren fácilmente
de la calzada. Pero fui cauteloso y tuve suerte, y sólo patinamos unpoquitín un par de veces, y el coche demostró portarse como un
potro domado porque en cuestión de instante recuperaba el rumbo.
Onda ¡ups!, no pasó nada. Mathis ni se inmutaba.
Atravesamos un túnel que
se hunde como garganta sedienta dentro de la montaña, con paredes
rugosas y chorreantes, y se abrió ante nosotros un valle descomunal,
con titanes que se ciernen amenazantes a ambos lados del caminito
zigzag cuesta abajo, como queriendo sepultarlo todo en una avalancha
de hielo y rocas. Otra vez tuve que hacer un par de paradas
fotográficas, incluso donde había cartelitos que me decían que no
me detuviera. Ja, andá a pararme a mí con un cartelito, pichón
neozelandés.
Llegamos a Milford
Sound maravillados, y ahí hicimos el check-in con la compañía que
tiene el más tardío de los cruceros. (Aclaro que mi sueño era
hacer la caminata de cuatro días que parte desde aquel fiordo, pero
en verano no pude hacerlo porque los cupos son limitados y estaba
saturado, y en invierno no se puede hacer si no se cuenta con equipo
de montañismo y experiencia, así que si algún día soy rico,
volveré y lo haré, carajo mierda.)
Esperando a nuestro
crucero nos pusimos a hablar con los otros ocho pasajeros de esa
tarde y rápidamente conseguimos dos franceses que se volvían a Te
Anau después del crucero, y se ofrecieron a llevarlo a Mathis. Yo
quería ver un amanecer antes de volver, en Milford Sound hay un solo
alojamiento carísimo, y además el alemán tenía su micro que salía
a las nueve de la mañana, así que estaba jugadísimo.
Calentaron los motores,
soltaron la amarra, nos repartieron muffins y nos indicaron queusáramos la máquina de café a nuestro gusto. Hacía tanto frío
que me mandé un latte apenas zarpamos, y creo haber ingerido otros
cinco o seis en las casi dos horas de recorrido.
Llegado a este punto se me
hace complicado explicar lo que se siente ir en un botecito por este
hermoso fiordo. El agua estaba calma y tenía un color profundo pero
precioso, las montañas circundantes son regias. Más que regias. Uno
va moviéndose como en una cascarita de nuez y tiene la impresión de
que en vez de montañas son los Argonath del Anduin, o más, son
antiguos dioses cuya vista está clavada en el sol y las estrellas,
que nunca cambian, y que de tanto en tanto sienten la erosión del
mar en su base y entonces nos prodigan una breve y serena mirada, y
esos dioses sueltan una lágrima de compasión y añoranza y es ahí
que caen cascadas y más cascadas, acá, allá, por el otro lado,
caen cascadas sin parar por todos lados, todos lados. Y el barco se
va moviendo despacito, el capitán te va llevando de una cascada a
otra, señala los delfines que van saltando a pocos metros, detiene
el bote para que los veamos más tranquilos, y sigue, y para otra
vez, pero ahora lo hace abajo del chorro mismo de una cascada que cae
desde tan alto que el viento la hace desaparecer como una cortina de
rocío, y seguís, seguís dando vueltas al barco porque no podés
dejar de admirar todo y admirar las distintas facetas de las montañas
y la luz del sol que logra besarles las cumbres y hace que todo
parezca una maqueta colosal e irreal, y seguís girando la cabeza y
haciéndote cafés con leche porque hace frío pero el frío se
disfruta porque te hace estremecer el cuerpo tanto como se te está
estremeciendo el alma. Y el capitán entonces anuncia que estamos
llegado a la boca del fiordo, y ves el mar, el Mar de Tasmania, y
sabés que si armaras un motín podrías ir derecho a Australia donde
canguros saltan en el desierto. Pero dejás la fantasía, que es tan
difícil dejar la fantasía estando en un puto crucerito en medio de
Milford Sound, y pegás la vuelta. Ves más cascadas, ves una foca
con modorra sobre una piedra, ves que las montañas son más
impresionantes de lo que antes te parecían, ves que no querés que
el crucero se termine más, y no sólo porque el café es
ilimitado...
Las nubes empezaron a
cubrirlo todo cuando estábamos por llegar al muelle. Me despedí de
Mathis y deambulé por la única calle de aquel extremo del mundo.
Embelesado. Milford Sound y Mount Cook, mis dos maravillas
neozelandesas. Me subí al auto y me alejé unos cuantos kilómetros
hacia adentro del valle, donde encontré un lugarcito resguardado
donde pasar la noche. Hubiera dormido mejor si no fuera por la
constante lluvia, incesante y con virajes bruscos.
Amaneció tarde, todavía
lloviendo: en un valle tan estrecho y tan nublado, el sol podía no
mostrarse nunca. Yo seguí manejando mi retorno, en medio de una
bruma infinita y millones de cascadas: a diferencia del día
anterior, ahora podía entrever con dificultad, que ambos murallones
del valle tejían un manto intrincado de cascadas y saltos
inconmensurables, por kilómetros y kilómetros.
Crucé el túnel, seguí
el zigzag, esta vez sin patinar, y ya estando lejos de aquel pequeño
paraíso, paré el auto y me detuve a ver una masa de nubes blancas
cerniéndose sobre aquella cordillera que acababa de dejar. Y del
otro lado, como una media sonrisa, había un arco íris sólido que
parecía partir de la propia ruta. Con el corazón encogido, volví a
meterme en el auto, puse música, y seguí.
Rafa Deviaje.
los que dicen que una foto dice mas que mil palabras se aquivocan nene.., excelente relato.
ResponderEliminarGracias hermana
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