Desde Te Anau manejé hasta Wanaka. La ruta es muy bonita como para distraerse y chocar, pero el clima inestable no me dejó sacar muchas fotos, ni chocar. Pasé al lado de Queenstown y no me encontré con ganas de pasar otra vez por allá, así que seguí de largo. Conocía Wanaka en primavera, pero e invierno me gustó mucho más, así que pensé dedicarle uno par de días.
Después de dudarlo, pasé la noche en el estacionamiento desde el cual parte el camino cuestarriba de Roys Peak, una montaña linda junto al lago. Al despertar y desayunar, encontré a un flaco que me dijo que hace unos días estaba cubierto de nieve, de la cual ya no quedaba mucho. Es cierto, mirando desde la base, no parecía tan nevada.
Las primeras dos horas y media son por un camino que una 4x4 podría haber hecho tranquilamente. Después empezó a hacer un poco de nieve, y tuve la suerte de que quedaban del día anterior las huellas claras de dos personas, lo cual facilitaba el andar.
La nieve se fue poniendo espesa y espesa, y de repente las huellas que yo seguía desaparecieron. Vi el camino impoluto, que tomaba hacia la cara en sombras de la montaña. Vi, a unos trescientos metros en línea recta, el pico de la montaña, y me enojé: ¿quién carajos llega hasta allá arriba y renuncia de llegar a la cima?
Entonces seguí caminando, obstinado, con la nieve hasta las rodillas. Cuando me cansé de hundirme a cada paso empecé a gatear, así con total falta de orgullo. Incluso intenté reptar, pero no me convenció mucho. Pero la nieve era muy blanda, muy suave, y muy profunda.
Entonces fue cuando me acordé de lo que un italiano que había conocido hacía casi un año en Lake Tekapo me había dicho, y decidí mandarme por la cornisa, esa delgada línea en donde la montaña se divide en dos. Había unas tenues huellas en esa zona, así que debía ser la opción correcta, me dije.
Sin embargo tuve miedo. Si llegaba a tropezar y caer hacia la derecha iba a patinar unos cuantos metros sobre la nieve, pero si me caía hacia la izquierda, nada me iba a atajar de unos cien metros de piedra escarpada y desnuda. El viento, por suerte, empujaba hacia la derecha.
Así que con cuidado, agachándome a cada rato por las ráfagas violentas del aire, congelándome los tobillos porque la nieve se iba acumulando entre las medias y las botas (cómo me hubieran gustado unas polainas en ese momento), sintiendo un chucho zarpado, llegué hasta arriba de todo. Qué bien se sintió. Qué lindo se veía el mundo alrededor. Qué colores majestuosos.
No le dediqué mucho tiempo porque estaba realmente frío y mis tobillos eran rolitos adentro de las botas, que para ese momento eran una sopa, más que una sopa, eran un Calderón de la Barca, una porquería. Bajé rápidamente siguiendo el camino más seguro, teniendo que abrirme paso otra vez con tenacidad contra la nieve. Lo que no sabía era que la capa más superficial se había endurecido, y a cada paso que daba esa pequeña capa de hielo me raspaba las tibias con dureza.
Cuando finalmente llegué a ese punto en donde las huellas de mis predecesores habían desaparecido, encontré a más turistas que iban subiendo. Intercambiamos unas palabras y los vi tomar camino, desde ahí mismo, por la cornisa, como yo lo había hecho antes, pero salvándose de la parte más fea de la nieve. Ah, pensé para mis adentros, mis predecesores habían tomado ese camino y yo ni enterado... Mirá vos, mirá vos.
Pero como ya era muy tarde, decidí que al menos había demostrado mi tenacidad contra la montaña y había triunfado, y que ahora contaba con una pequeña experiencia de alpinista. Bajé a los brincos, parado para exprimirme las medias cada tanto, preguntándome cómo secar las botas por adentro. Pero entonces el destino me tiró una guiñada y, volviendo al pueblo, paré a levantar a un yanqui que venía de hacer snowboard en las pistas de ski y hacía dedo a mitad de camino. Y charlando de esto y lo otro, le conté de las botas y me dijo que se podía encargar de eso: trabajaba en un local de alquiler de equipo de ski y snowboard, y tenían una máquina para secar botas. Cool karma. Cool Wanaka.
Rafa Deviaje.
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