domingo, 19 de julio de 2015

El ansiado Abel Tasman


Desde el principio, incluso antes de haber volado a Auckland, tenía ganas de hacer esta caminata: la de Abel Tasman. Una caminata de varios días, pegado a la costa de la Bahía Tasman, en el norte de la Isla Sur. En Nelson hice preparativos, hice las reservas, y me preparé para pasar tres noches y cuatro días caminando y acampando (anoten: las cabañas en esta Great Walk son hermosas, enormes, fotogénicas y bien equipadas, pero cuestan unos 34 dólares todo el año).

Hizo mucho frío la víspera de la caminata pero eso no me desanimó. Y mi mochila con carpita, aislante, bolsa de dormir y conservas en cantidad, tampoco me desanimó. De hecho el clima estaba divino, soleado y poniéndose cálido, y el color de agua era lindo. El bosquecito, lleno de silverfern y plantas de hojas grandes, no era lo más, pero se sentía bien caminar bajo el sol, respirando aire que no enfriaba los pulmones.



Lo que descubrí rápidamente es que los tiempos estipulados entre los distintos puntos del recorrido estaban inflados, adaptados a gente que se mueve en andador y pantuflas. Así que lo que decía que se tardaba cuatro horas, yo lo hice en menos de dos horas y media. Y estaba lleno de energías y me gustaba ver más y en el cielo no había una sola nube, así que decidí seguir adelante, cambiando el itinerario que me había armado el día anterior.

Caminé un total de siete horas y media aquel día, partiendo desde Marahau y llegando al Barks Bay Campsite. Había pasado por la Anchorage Hut y alrededores, con vistas lindísimas, había ido a Pitt Head y a las Cleopatra's Pool (no la gran cosa), y estaba cansado y contento.



Compartí un fogón con una pareja de kiwis fanáticos del mountain bike, charlamos largo rato después de que se puso oscuro, nos divertimos con unas wekas (una especie de gallina nativa, ultra confianzuda) que se nos acercaban a picotearnos las manos, y nos fuimos a dormir temprano.



Al día siguiente arranqué apenas salió el sol. El bosquecito al lado del camino se fue poniendo más bonito, con menos pinta de plantas invasivas, y las playas se mantenían hermosas y tentadoras. Llegué a la Awaroa Hut con marea baja, y ahí es cuando hay que cruzar un estuario gigantesco que se vacía por completo, abriendo el único acceso a la parte norte del recorrido. Con las botas colgadas de la mochila y los pantalones por las rodillas, caminé una media hora hasta el otro lado, pensando lo raro que sería sentarse ahí y esperar que el mar fuera subiendo poco a poco hasta cubrirlo todo.



A partir de ese momento el camino se puso un poco más exigido, a medida que de a tramos se tenía que alejar de la playa y subir y bajar colinas. Así que cuando después de más de cinco horas caminando llegué al Campsite Totaranui (con una playa medialuna eterna y un color que dan ganas de tener un snorkel a mano) estaba decididamente cansado, con la espalda dolorida y una ampolla entre unos dedos a causa de unos granitos de arena que no limpié bien antes de ponerme las botas.




Había ido observando que, yendo hacia el norte, alejándome de la Anchorage Hut, me había ido cruzando con menos y menos personas. Y en este gigantesco camping estaba completamente solo. Armé mi mono carpa y recorrí fogones apagados en busca de madera, y encendí un fuego monumental para mantenerme calentito. Menos mal que lo hice, porque apenas se fue el sol empezó a helar.



Consumidos kilos de madera y consumido de cansancio, me fui a dormir y desperté al día siguiente con hielo en ambos lados del sobretecho. La dejé a que se secara con el amanecer que se venía encima, desayuné doble ración (porque claro, al caminar tan rápido, había decidido acortar a tres días lo que se suponía que iban a ser cuatro) y sin más equipaje que la cámara de fotos, caminé a los saltitos, sintiéndome ligero como un elfo, hasta el Separation Point.



Debo decir que esa última caminata de hora y media fue, a mi parecer, la más bonita de todas las de Abel Tasman. No era diferente a lo que ya había venido viendo, pero quizás mi ánimo, quizás el color más cristalino del agua, quizás el aire, le daban una cualidad superior.



Al volver hasta el camping decidí salirme del sendero y, aprovechando que la marea apenas empezaba a subir, sortear un par de kilómetros saltando sobre piedras y trepando acantilados en vez de ir por el bosque y el monte. Enseguida demostraría ser una excelente decisión.



Porque me encontré focas a montones. Algunas pacíficas dormilonas a las que procuré no despertar mientras iba en puntitas de pie a su alrededor, pero otras con su familia y pareja querían lanzarse en mi persecución asesina. Y porque vi cuevitas de hasta diez metros de profundidad, cavadas en la roca sobre la arena. Y porque vi unas cosas como estrellas de mar (que no eran estrellas de mar, estoy casi seguro) y cormoranes y una especie de erizo marino y un gusanito marinos raro al que molesté con un palito para ver qué onda (sí, era un gusanito raro, con brotes de lechuga en la espalda).


Contraté un water taxi que me fue a levantar a las tres menos cuarto a la playa del camping y me llevó hasta el estacionamiento donde había dejado mi auto. Relajado, sacando fotos a los veleros que se reflejaban sobre la superficie del mar, colgando mi mano fuera de borda, fue una hermosa forma de terminar la jornada.




Rafa Deviaje.

2 comentarios:

  1. groso!!!, que lindas fotos enano!!

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    1. Gracias Mar! Saqué como 600 fotos en los tres días, fue jodido seleccionar jaja

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