lunes, 27 de julio de 2015

All Blacks versus Pumas

Hay veces que las cosas salen bien en la vida. Hay veces que no. Bueno, las que les tengo para contar hoy, es una en la que casi todo salió bien.


Empezó en Nelson, al norte de la Isla Sur. Yo ya había visto todo lo que quería ver de esta isla y estaba listo para seguir a la Isla Norte. Pero había hablado con Yair, el recepcionista de la Small Kiwi House en Christchurch, y me había dicho que pasara a visitarlo algún día. Entonces había visto precios de pasajes en micro desde Nelson a Christchurch, y los vi caros. “Si mañana el día está lindo”, me dije, “hago dedo hasta Christchurch y listo”. Claro que pronosticaban lluvia.


Entonces por casualidad entablé conversación con Germán, un flaco en el hostel de Nelson, originario de Ciudad Jardín y recién llegado a Nueva Zelanda; y me contó que al día siguiente iba a ir a buscar su primer empleo en Christchurch. Cool. Enseguida me le pegué como sanguijuela.


Fuimos directo a Christchurch y caímos en la Small Kiwi House, abrazos con Yair el mexicano y todo, y pagué dos noches. (Aclaro que la japonesa mánager me había dicho que si alguna vez iba de visita, me iba a alojar gratis: bueno no, no, simplemente no fue fiel a su palabra; que se curta.) Esa misma noche me puse en contacto con un checo del que me había hecho amigo un año atrás, y después de pasarle la quinta temporada de Game Of Thrones, nos fuimos a andar en slackline en un parque. Estuvo copado, y me dejó reventado.

Pero antes de irme a dormir, mi hermano rugbier me consiguió entradas para ir a ver el partido de los Pumas contra los All Blacks. Mi plan había sido irme el viernes bien temprano, pero entonces, con entradas gratis en la mira, miré a Germán y fue algo como: “¿querés ganarte una entrada para el partido de pasado mañana?”.


Al día siguiente caímos en un resort de la puta madre, donde Santiago Cordero había dejado dos entradas a mi nombre. Honradamente, le tendí una a Germán. Después de eso me fui con Yair y compramos todo lo necesario para unos terribles tacos, que comimos esa noche en compañía de más argentinos, huéspedes del hostel.


Amaneció el viernes. Me fui del hostel a la biblioteca y me puse a revolver contactos: encontré a Otto y Vale, dos de los cordobeces con los que anduve pickeando y empacando kiwis apenas llegado a Te Puke, que se habían instalado en Christchurch, y me ofrecieron alojamiento para esa noche, después del partido. Y me hubiera gustado juntarme con ellos esa misma tarde antes de ir al estadio, pero tenía otra visita pendiente...


Me tomé el bondi amarillo hacia la casa de Robbie, a eso de las cuatro de la tarde. No me costó nada reconocer el lugar, y por el brillo fugaz en sus ojos, a Robbie no le costó nada reconocer mi cara a pesar de la barba. Y lo encontré muy bien: ahora trabajaba manejando una excavadora mecánica por un mejor sueldo, y se había comprado un bondi viejo para convertirlo en una caravan de la gran puta. Nos quedamos charlando como dos viejos amigos durante media hora y ya sí, definitivamente, me tuve que tomar el bondi de vuelta para ir a lo de Otto y Vale.


Llegué justo a tiempo, porque enseguida salimos hacia el estadio. Allá me reencontré con Germán, que se sentó a mi derecha, y también conocí a Thomas, que se sentó a mi izquierda, un francés que hinchaba por los Pumas y bardeaba en español a los grandotes de los All Black.


Los jugadores precalentaron, los neozelandeces hicieron el haka (de lejos no me dio miedo eh, lo juro), y arrancó el partido.


Creo que fue algo parejo como por diez minutos. Después empezaron a romper ojetes. Eso igualmente no desanimó a ningún argentino de la hinchada, que gritamos y vitoreamos con patriotismo corajudo en las buenas y en las malas. Los muchachos metieron dos tries, empujaron con mucho aguante en algunos scrums, pero los All Black tiraron su magia y sus truquitos y ganaron por una diferencia abrumadora.


Volví con Otto y Vale y otros argentinos a su casa, donde me dejaron dormir la mona, y al día siguiente bien temprano se coparon y me llevaron hasta la entrada del Aeropuerto, donde me puse a hacer dedo. Nos despedimos con abrazos emotivos y mientras se iban me pregunté si los volvería a ver, y dónde sería eso.


Me llevó como una hora y media salir de Christchurch, pero después tuve la suerte de parar un auto cuyo propietario iba exactamente hasta Blenheim, donde yo había dejado mi autito estacionado: era Jeff, un kiwi que se había comprado un autito pistero porque disfrutaba enormemente el “speeding”, o sea, ir a las chapas.


Pero lo suyo eran las rutas de montaña. “Si te parece que voy muy rápido decime y manejo normal eh”, me avisó. Pero lo cierto es que disfruté el viaje de principio a fin como una montaña rusa. No sólo el auto tenía una capacidad genial para acelerar y mantenerse pegado al asfalto, sino que Jeff lo manejaba como un Fangio, la ruta estaba de diez, y la gente, muy respetuosa, lo dejaba pasar sin hacerle bardo. Él tampoco se ponía a apurar al que tenía adelante cuando quedaba estancado, y no dejé de hacerle esa observación: en Nueva Zelanda, un país civilizado, incluso para infringir las normas de tránsito hay respeto y solidaridad.

Pasada la aventura (y pasados a velocidad adecuada frente al único control policial que encontramos, lo cual libró a Jeff de una multa de alrededor de doscientos dólares), pasados por Kaikoura (ciudad costera muy fachera, con aguas de color celeste intenso, focas y montañas nevadas de fondo... perdón por la falta de fotos, pero no me pareció que a Jeff le copara la idea de parar cada cinco minutos para que yo me luciera), y pasados los tópicos más comunes de conversación, llegamos a Blenheim.


Me subí a mi autito y sin pesares y con mucha alegría en el corazón, me dirigí a Picton para tomar el primer ferry y cruzar a la Isla Norte. El problema fue que para ese día todo estaba reservado, y al día siguiente no iba a haber servicio porque había pronóstico de olas gigantes. Well, fuck that. Por si no lo tenía claro, se había terminado la buena racha. Igual, qué sé yo, como gritábamos con Germán y Thomas: ¡vamos los Pumas carajo!, aunque las cosas ya no fueran tan bien.



Rafa Deviaje.

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