El pronóstico de olas gigantes en el Estrecho de Cook me retuvo más de lo deseado en Picton. A parte era domingo y todo estaba cerrado. Paseé un poco en coche, aprovechando la linda mañanita, pero más que nada me puse a ver películas. Me clavé como 4 seguidas, una locura.
Y por suerte al mediodía habilitaron el ferry de esa misma tarde (la idea de quedarme otra noche ahí varado me encrespaba los pelos del bigote), y enseguida saqué mi pasaje. Me decepcionó la idea cruzar el estrecho otra vez de noche, porque quería sacar lindas fotos del paisaje al rededor. Pero bueno, no había muchas opciones, y fue el viaje nocturno nomás. Manejé el coche hasta la panza del ferry, me miré otra peli mientras cruzábamos, y manejé el coche como vómito fuera del ferry, directo a la Capital de Nueva Zelanda.
Al estar con auto en Wellington me desorientó la disposición de las calles. Me había acostumbrado demasiado a pueblos lineales y simples, pero acá hay mil calles en zigzag, contramanos, carriles raros, etcétera. Llegué al hostel que había bookeado desde Picton y me tiré a la ducha, a la cocina, y a la camita.
El día siguiente lo dediqué a pasear un poco. Fui al museo Te Papa y estaba ahí, es un rincón oscuro leyendo algo de las moas, no muy lejos del esqueleto de ballena que cuelga del techo, cuando empezó a sonar una alarma. Mi reacción inicial fue de "¡yo no toqué nada!", pero al notar que era una alarma de incendios empecé la evacuación. Aparentemente fui el único que pensó en ir por su mochila y eso me llamó un poco la atención: dale loco, si el fuego es posta y se quema todo lo que hay en el guardarropa, cagué la fruta. Después de veinte minutos afuera nos dejaron reingresar, y mi mochila estaba a salvo.
Más tarde fui a los jardines botánicos, y el clima se pudrió. Y se levantó el tan mentado viento de Wellington. Quise ir al mini planetario pero como era lunes estaba cerrado al público. Así que después simplemente me perdí por ahí, caminando cuesta arriba y cuesta abajo, y me perdí por las calles comerciales de la ciudad, en callejones y escaleras, en galerías de arte y Kathmandus, en subways y placitas, en decks y muelles, hasta que se hizo hora de volver al hostel.
En mi segundo día gasté casi todo el tiempo en la biblioteca. No sé si mi alma se acostumbró a lugares desolados o qué, pero no me sentía cómodo en la ciudad, para nada. Subí al Mount Victoria con el coche, foteé alrededor, y me las tomé. Sí loco, me las tomé al reojete y sin rencores: adelante tenía un largo camino hasta el lugar con el nombre más largo del mundo.
Rafa Deviaje.
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