No muy lejos del Abel
Tasman hay otra de las Great Walks: el Heaphy Track. En el folleto
dice (que la gente dice) que sea (quizás) el mejor de las Great Walks
porque combina montaña y bosque y playa. Pero tiene una dificultad
técnica que lo convierte en una mierda: en el extremo Norte, el inicio se encuentra a buena distancia de la civilización y
tras varios kilómetros de ripio mal mantenido. Y el extremo Sur está
a otro tanto de Westport, en la Costa Oeste. Y entre ambos extremos
hay unos cuatro días de caminata, y una U de más de trescientos
kiómetros de ruta. Parece que la gente de bien se paga un
helicóptero por adelantado para cuando terminan. Ja. Qué chetos.
Por estos motivos, y más
que nada de capricho, elegí arrancar por arriba, llegar a
una cabaña y volverme por el mismo camino ese mismo día (pronosticaban lluvia). Sabía
que sólo iba a ver montaña (y no una muy impresionante) y no iba a
estar ni cerca de la costa, que prometía ser lo mejor, peeeero qué
se le va a hacer.
Dicen que son seis horas de
caminata, pero lo hice en cinco. Y todo el tiempo vas subiendo. Sube sube
sube (¿bandera del amor?) hasta un punto máximo donde hay un
mirador. Y aclaro que hasta este momento nada es deslumbrante. El
bosque está ok. Las montañas están bonitas. El valle tiene cierto
encanto, pero la verdad es que durante todo el camino sólo se lo
puede apreciar entre el follaje.
Lo único llamativo fue que, a unas dos horas de haber dejado el estacionamiento, sentí olor a podrido. Miré para allá, miré para acá, y encontré el origen: un pájaro muerto al costado del camino. Me acerqué más y casi ni lo creí: ¡un kiwi! Uno grande, con pico largo y alitas tipo manitos de tiranosaurio. Todo pelado y desinflado, con huesitos abajo de la piel y moscas alrededor. Me lo quedé mirando como un minuto: muerto y todo, era el único kiwi en su estado natural que me iba a encontrar en todo Nueva Zelanda.
Ahora, después de ese
miradorcito y hasta la cabaña (que está a una media hora de
caminata) cosa se pone más linda. Y fría: el sendero toma la ladera
eternamente en sombras de la montaña, y las piedras que uno pisa
empiezan a estar cubiertas de hielo duro y espeso (y resbaloso) y las
plantas se muestran cubiertas de una escarcha profusa y geométrica
que brilla en el reflejo del sol sobre el bosque circundante.
La Perry Saddle Hut es divina.
Zarpada. Tiene muchísimas camas, una cocina enorme, un deck desde
donde mirar el valle de punta a punta, un refugio exterior y hasta
adornos y motivos neozelandeces. Lo único malo es que en invierno el
agua de las tuberías se congela y no sale ni a garrotazos.
Almorcé allá arriba, en
un rincón soleado, y me pegué la vuelta rápidamente. El motivo de
mi apuro era perfectamente explicable: quería volver a Motueka, y
para hacerlo tenía que subir y bajar por un camino de montaña
complicado y embustero, el peor manejado hasta el momento, el cual
tenía varias esquinitas oscuras con resabios de hielo sobre la
calzada. Y esperaba que el día cálido hubiera derretido esos
parchecitos del demonio.
Así que le metí pata. El
hielo seguía estando ahí pero me encontré a mí mismo como un
conductor precavido y experto, y me complace decir que llegué a
destino, ya empezando a anochecer, sin un rasguño ni un susto,
habiendo dejado atrás varios autos en la banquina que no tuvieron
la misma suerte que yo.
Y en este punto sentí,
con peso y liviandad en el alma, que había visto todo lo que tenía
para ver en la Isla Sur de Nueva Zelanda. Era hora de cruzar a la
Isla Norte. Sin embargo algo me retenía: una promesa de pasar a
saludar por Christchurch. Una promesa que no sabía si podía y
quería cumplir...
Rafa Deviaje.
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