Por si no me
expliqué antes, la ruta a Milford Sound termina en Milford Sound, y
vuelve por el mismo camino a Te Anau. Así que estaba otra vez en el
YHA de Te Anau. Pasé el día de lluvia viendo pelis y al día
siguiente, bien temprano, me dirigí al Kepler Track.
Este es una de las GreatWalks que tanto publicita Nueva Zelanda. Me hubiera encantado darle
toda la vuelta en tres o cuatro días, pero el clima invernal hace
que gran parte del recorrido sea intransitable para novatos como yo.
Por suerte el camino hasta la primera y más popular cabaña, la
Luxmore Hut, estaba abierto.
Para empezar caminás como
una hora bordeando el lago de Te Anau. Es bonito, es estándar. Tiene
árboles con musgo, helechos, sí sí, nada nuevo. Después empezás
a subir y subir en medio del bosque. Ves que de a poco el musgo en
las ramas cede lugar a la barba de árbol y que la cosa se vuelve un
toque más árida, o al menos no tan húmeda.
Empecé a encontrar
parches de nieve en esas zonas donde el sol nunca llegó, y en cierto
momento que hay que bordear un murallón de roca bastante alto, esa
nieve era hielo, y me pequé varios patinones que pudieron terminar
mal.
Seguís subiendo hasta que
el bosque se termina. Y entonces ves las montañas todo alrededor,
una nieve de la reputa, nubes bogando sobre los picos nevados. Cool.
Una hora de caminata sobre la nieve (que si te hundías llegaba hasta
la rodilla) y llegué a la Luxmore Hut.
Esta hut era una ulalá
qué hut. Con casi cincuenta colchones disponibles, un comedor
enorme, baños copados, cocina espaciosa, se hacía notar que era una
cabaña de las Great Walks, y no una de esas a las que van los
cazadores borrachines.
Antes de sacarme las
zapatillas hice otra caminata breve hasta la Luxmore Cave, una
cuevita simpática que estaba a unos diez minutos. Era difícil
seguir el camino correcto porque la nieve cubría todo y en algunas
zonas era complicado descubrir las huellas dejadas por previos
caminantes. Pero llegué, y apenas ingresé en ese recoveco agradecí
la protección contra el frío y el viento. Me alejé unos cien
metros, calculo, ingresando por el estrecho y retorcido corredor,
palpando a la tenue luz de mi linterna las formaciones como velos que
colgaban del techo, y decidí que era suficiente.
De vuelta en la cabaña
encontré a Lorenzo, un italiano cuyos abuelos vivieron un tiempo en
Argentina, y nos hicimos buenos amigos enseguida. Prendimos un fuego,
charlamos de todo un poco, y de repente se abrió la puerta y
entraron tres tipos ruidosos. Ingleses. No todos son así, pero no eran los primeros que conocí igual de bulliciosos. Imaginate, estar aislado en una cabaña hermosa enclavada
en las montañas nevadas, disfrutando de una interesante charla con
un biólogo italiano, y que de repente entren tres monos que hacían
chistes boludos y se reían sin parar. “¿Cómo si dichi...?”,
murmuró el tano, “estaba mejor sin... esos tipos”. Reí y
asentí.
Igualmente, fue una linda
estadía. Nos mantuvimos lo más cerca posible del fuego, nos fuimos
a dormir temprano, y al día siguiente me pegué el retorno, contento
por el amigo italiano que había pegado.
Rafa Deviaje.
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