Hay veces que las cosas salen bien en
la vida. Hay veces que no. Bueno, las que les tengo para contar hoy,
es una en la que casi todo salió bien.
Empezó en Nelson, al
norte de la Isla Sur. Yo ya había visto todo lo que quería ver de
esta isla y estaba listo para seguir a la Isla Norte. Pero había
hablado con Yair, el recepcionista de la Small Kiwi House en
Christchurch, y me había dicho que pasara a visitarlo algún día.
Entonces había visto precios de pasajes en micro desde Nelson a
Christchurch, y los vi caros. “Si mañana el día está lindo”,
me dije, “hago dedo hasta Christchurch y listo”. Claro que
pronosticaban lluvia.
Entonces por casualidad
entablé conversación con Germán, un flaco en el hostel de Nelson,
originario de Ciudad Jardín y recién llegado a Nueva Zelanda; y me
contó que al día siguiente iba a ir a buscar su primer empleo en Christchurch.
Cool. Enseguida me le pegué como sanguijuela.
Fuimos directo a
Christchurch y caímos en la Small Kiwi House, abrazos con Yair el
mexicano y todo, y pagué dos noches. (Aclaro que la japonesa mánager
me había dicho que si alguna vez iba de visita, me iba a alojar
gratis: bueno no, no, simplemente no fue fiel a su palabra; que se
curta.) Esa misma noche me puse en contacto con un checo del que me
había hecho amigo un año atrás, y después de pasarle la quinta
temporada de Game Of Thrones, nos fuimos a andar en slackline en un
parque. Estuvo copado, y me dejó reventado.
Pero antes de irme a
dormir, mi hermano rugbier me consiguió entradas para ir a ver el partido de los Pumas
contra los All Blacks. Mi plan había sido irme el
viernes bien temprano, pero entonces, con entradas gratis en la mira, miré a Germán y fue algo como: “¿querés ganarte una
entrada para el partido de pasado mañana?”.
Al día siguiente caímos
en un resort de la puta madre, donde Santiago Cordero había
dejado dos entradas a mi nombre. Honradamente, le tendí una a Germán. Después de eso me fui con Yair y
compramos todo lo necesario para unos terribles tacos, que comimos
esa noche en compañía de más argentinos, huéspedes del hostel.
Amaneció el viernes. Me
fui del hostel a la biblioteca y me puse a revolver contactos:
encontré a Otto y Vale, dos de los cordobeces con los que anduve
pickeando y empacando kiwis apenas llegado a Te Puke, que se habían
instalado en Christchurch, y me ofrecieron alojamiento para esa
noche, después del partido. Y me hubiera gustado juntarme con ellos
esa misma tarde antes de ir al estadio, pero tenía otra visita
pendiente...
Me tomé el bondi amarillo
hacia la casa de Robbie, a eso de las cuatro de la tarde. No me costó
nada reconocer el lugar, y por el brillo fugaz en sus ojos, a Robbie
no le costó nada reconocer mi cara a pesar de la barba. Y lo encontré muy bien: ahora trabajaba manejando una
excavadora mecánica por un mejor sueldo, y se había comprado un
bondi viejo para convertirlo en una caravan de la gran puta. Nos
quedamos charlando como dos viejos amigos durante media hora y ya sí,
definitivamente, me tuve que tomar el bondi de vuelta para ir a lo de
Otto y Vale.
Llegué justo a tiempo,
porque enseguida salimos hacia el estadio. Allá me reencontré con
Germán, que se sentó a mi derecha, y también conocí a Thomas, que
se sentó a mi izquierda, un francés que hinchaba por los Pumas y
bardeaba en español a los grandotes de los All Black.
Los jugadores precalentaron, los neozelandeces hicieron el haka
(de lejos no me dio miedo eh, lo juro), y arrancó el partido.
Creo que fue algo parejo
como por diez minutos. Después empezaron a romper ojetes. Eso
igualmente no desanimó a ningún argentino de la hinchada, que
gritamos y vitoreamos con patriotismo corajudo en las buenas y en las
malas. Los muchachos metieron dos tries, empujaron con mucho aguante
en algunos scrums, pero los All Black tiraron su magia y sus
truquitos y ganaron por una diferencia abrumadora.
Volví con Otto y Vale y
otros argentinos a su casa, donde me dejaron dormir la mona, y al día
siguiente bien temprano se coparon y me llevaron hasta la entrada del
Aeropuerto, donde me puse a hacer dedo. Nos despedimos con abrazos
emotivos y mientras se iban me pregunté si los volvería a ver, y
dónde sería eso.
Me llevó como una hora y
media salir de Christchurch, pero después tuve la suerte de parar un
auto cuyo propietario iba exactamente hasta Blenheim, donde yo había
dejado mi autito estacionado: era Jeff, un kiwi que se había comprado un
autito pistero porque disfrutaba enormemente el “speeding”, o
sea, ir a las chapas.
Pero lo suyo eran las
rutas de montaña. “Si te parece que voy muy rápido decime y
manejo normal eh”, me avisó. Pero lo cierto es que disfruté el
viaje de principio a fin como una montaña rusa. No sólo el auto tenía una capacidad
genial para acelerar y mantenerse pegado al asfalto, sino que Jeff lo
manejaba como un Fangio, la ruta estaba de diez, y la gente, muy
respetuosa, lo dejaba pasar sin hacerle bardo. Él tampoco se ponía
a apurar al que tenía adelante cuando quedaba estancado, y no dejé
de hacerle esa observación: en Nueva Zelanda, un país civilizado,
incluso para infringir las normas de tránsito hay respeto y
solidaridad.
Pasada la aventura (y
pasados a velocidad adecuada frente al único control policial que
encontramos, lo cual libró a Jeff de una multa de alrededor de
doscientos dólares), pasados por Kaikoura (ciudad costera muy
fachera, con aguas de color celeste intenso, focas y montañas
nevadas de fondo... perdón por la falta de fotos, pero no me pareció
que a Jeff le copara la idea de parar cada cinco minutos para que yo
me luciera), y pasados los tópicos más comunes de conversación,
llegamos a Blenheim.
Me subí a mi autito y sin
pesares y con mucha alegría en el corazón, me dirigí a Picton para
tomar el primer ferry y cruzar a la Isla Norte. El problema fue que
para ese día todo estaba reservado, y al día siguiente no iba a
haber servicio porque había pronóstico de olas gigantes. Well, fuck
that. Por si no lo tenía claro, se había terminado la buena racha.
Igual, qué sé yo, como gritábamos con Germán y Thomas: ¡vamos
los Pumas carajo!, aunque las cosas ya no fueran tan bien.
Rafa Deviaje.