jueves, 30 de julio de 2015

Taumatawhakatangihangakoauauotamateapokaiwhenuakitanatahu

No es joda. Lo juro, y Wikipedia lo confirma. Taumatawhakatangihangakoauauotamateapokaiwhenuakitanatahu es un lugarcito, un monte en Nueva Zelanda, ahí en medio de donde no hay nada. Y yo fui ahí, porque es el lugar con el nombre, en una única palabra, más largo del mundo.

"La cumbre donde Tamatea, el hombre de las grandes rodillas, el deslizador, el escalador de montañas, el que traga tierras que viajó alrededor, tocó su flauta de nariz a su ser querido".


Desde Wellington salí al mediodía, un día hermoso y soleado, con aire casi cálido y ventanillas bajas, manejé hacia el Norte hasta Palmerston North, y de ahí agarré hacia el Este. Crucé las montañas por una quebrada con un río muy copado, el Manawatu (al que sacarle fotos se complicaba por el tránsito y la falta de banquinas), y después tomé el caminito desconocido, casi sin transitar, que me llevaba hasta Taumata (así entre amigos, le decimos Taumata).

Lleno de colinitas parriba y pabajo, zigzag, ovejitas, bosquecitos, lagunitas artificiales. Se fue haciendo de noche y decidí pernoctar ahí nomás, y apenas amaneció, al día siguiente, llegué a mi destino, Me saqué una fotito, intenté leer en voz alta todo el nombre de corrido y fracasé y, cumplido el capricho, puse siguiente destino: Taranaki.



Rafa Deviaje.

Picton a Wellington


El pronóstico de olas gigantes en el Estrecho de Cook me retuvo más de lo deseado en Picton. A parte era domingo y todo estaba cerrado. Paseé un poco en coche, aprovechando la linda mañanita, pero más que nada me puse a ver películas. Me clavé como 4 seguidas, una locura.


Y por suerte al mediodía habilitaron el ferry de esa misma tarde (la idea de quedarme otra noche ahí varado me encrespaba los pelos del bigote), y enseguida saqué mi pasaje. Me decepcionó la idea cruzar el estrecho otra vez de noche, porque quería sacar lindas fotos del paisaje al rededor. Pero bueno, no había muchas opciones, y fue el viaje nocturno nomás. Manejé el coche hasta la panza del ferry, me miré otra peli mientras cruzábamos, y manejé el coche como vómito fuera del ferry, directo a la Capital de Nueva Zelanda.


Al estar con auto en Wellington me desorientó la disposición de las calles. Me había acostumbrado demasiado a pueblos lineales y simples, pero acá hay mil calles en zigzag, contramanos, carriles raros, etcétera. Llegué al hostel que había bookeado desde Picton y me tiré a la ducha, a la cocina, y a la camita.

El día siguiente lo dediqué a pasear un poco. Fui al museo Te Papa y estaba ahí, es un rincón oscuro leyendo algo de las moas, no muy lejos del esqueleto de ballena que cuelga del techo, cuando empezó a sonar una alarma. Mi reacción inicial fue de "¡yo no toqué nada!", pero al notar que era una alarma de incendios empecé la evacuación. Aparentemente fui el único que pensó en ir por su mochila y eso me llamó un poco la atención: dale loco, si el fuego es posta y se quema todo lo que hay en el guardarropa, cagué la fruta. Después de veinte minutos afuera nos dejaron reingresar, y mi mochila estaba a salvo.



 












Más tarde fui a los jardines botánicos, y el clima se pudrió. Y se levantó el tan mentado viento de Wellington. Quise ir al mini planetario pero como era lunes estaba cerrado al público. Así que después simplemente me perdí por ahí, caminando cuesta arriba y cuesta abajo, y me perdí por las calles comerciales de la ciudad, en callejones y escaleras, en galerías de arte y Kathmandus, en subways y placitas, en decks y muelles, hasta que se hizo hora de volver al hostel.



En mi segundo día gasté casi todo el tiempo en la biblioteca. No sé si mi alma se acostumbró a lugares desolados o qué, pero no me sentía cómodo en la ciudad, para nada. Subí al Mount Victoria con el coche, foteé alrededor, y me las tomé. Sí loco, me las tomé al reojete y sin rencores: adelante tenía un largo camino hasta el lugar con el nombre más largo del mundo.







Rafa Deviaje.

lunes, 27 de julio de 2015

All Blacks versus Pumas

Hay veces que las cosas salen bien en la vida. Hay veces que no. Bueno, las que les tengo para contar hoy, es una en la que casi todo salió bien.


Empezó en Nelson, al norte de la Isla Sur. Yo ya había visto todo lo que quería ver de esta isla y estaba listo para seguir a la Isla Norte. Pero había hablado con Yair, el recepcionista de la Small Kiwi House en Christchurch, y me había dicho que pasara a visitarlo algún día. Entonces había visto precios de pasajes en micro desde Nelson a Christchurch, y los vi caros. “Si mañana el día está lindo”, me dije, “hago dedo hasta Christchurch y listo”. Claro que pronosticaban lluvia.


Entonces por casualidad entablé conversación con Germán, un flaco en el hostel de Nelson, originario de Ciudad Jardín y recién llegado a Nueva Zelanda; y me contó que al día siguiente iba a ir a buscar su primer empleo en Christchurch. Cool. Enseguida me le pegué como sanguijuela.


Fuimos directo a Christchurch y caímos en la Small Kiwi House, abrazos con Yair el mexicano y todo, y pagué dos noches. (Aclaro que la japonesa mánager me había dicho que si alguna vez iba de visita, me iba a alojar gratis: bueno no, no, simplemente no fue fiel a su palabra; que se curta.) Esa misma noche me puse en contacto con un checo del que me había hecho amigo un año atrás, y después de pasarle la quinta temporada de Game Of Thrones, nos fuimos a andar en slackline en un parque. Estuvo copado, y me dejó reventado.

Pero antes de irme a dormir, mi hermano rugbier me consiguió entradas para ir a ver el partido de los Pumas contra los All Blacks. Mi plan había sido irme el viernes bien temprano, pero entonces, con entradas gratis en la mira, miré a Germán y fue algo como: “¿querés ganarte una entrada para el partido de pasado mañana?”.


Al día siguiente caímos en un resort de la puta madre, donde Santiago Cordero había dejado dos entradas a mi nombre. Honradamente, le tendí una a Germán. Después de eso me fui con Yair y compramos todo lo necesario para unos terribles tacos, que comimos esa noche en compañía de más argentinos, huéspedes del hostel.


Amaneció el viernes. Me fui del hostel a la biblioteca y me puse a revolver contactos: encontré a Otto y Vale, dos de los cordobeces con los que anduve pickeando y empacando kiwis apenas llegado a Te Puke, que se habían instalado en Christchurch, y me ofrecieron alojamiento para esa noche, después del partido. Y me hubiera gustado juntarme con ellos esa misma tarde antes de ir al estadio, pero tenía otra visita pendiente...


Me tomé el bondi amarillo hacia la casa de Robbie, a eso de las cuatro de la tarde. No me costó nada reconocer el lugar, y por el brillo fugaz en sus ojos, a Robbie no le costó nada reconocer mi cara a pesar de la barba. Y lo encontré muy bien: ahora trabajaba manejando una excavadora mecánica por un mejor sueldo, y se había comprado un bondi viejo para convertirlo en una caravan de la gran puta. Nos quedamos charlando como dos viejos amigos durante media hora y ya sí, definitivamente, me tuve que tomar el bondi de vuelta para ir a lo de Otto y Vale.


Llegué justo a tiempo, porque enseguida salimos hacia el estadio. Allá me reencontré con Germán, que se sentó a mi derecha, y también conocí a Thomas, que se sentó a mi izquierda, un francés que hinchaba por los Pumas y bardeaba en español a los grandotes de los All Black.


Los jugadores precalentaron, los neozelandeces hicieron el haka (de lejos no me dio miedo eh, lo juro), y arrancó el partido.


Creo que fue algo parejo como por diez minutos. Después empezaron a romper ojetes. Eso igualmente no desanimó a ningún argentino de la hinchada, que gritamos y vitoreamos con patriotismo corajudo en las buenas y en las malas. Los muchachos metieron dos tries, empujaron con mucho aguante en algunos scrums, pero los All Black tiraron su magia y sus truquitos y ganaron por una diferencia abrumadora.


Volví con Otto y Vale y otros argentinos a su casa, donde me dejaron dormir la mona, y al día siguiente bien temprano se coparon y me llevaron hasta la entrada del Aeropuerto, donde me puse a hacer dedo. Nos despedimos con abrazos emotivos y mientras se iban me pregunté si los volvería a ver, y dónde sería eso.


Me llevó como una hora y media salir de Christchurch, pero después tuve la suerte de parar un auto cuyo propietario iba exactamente hasta Blenheim, donde yo había dejado mi autito estacionado: era Jeff, un kiwi que se había comprado un autito pistero porque disfrutaba enormemente el “speeding”, o sea, ir a las chapas.


Pero lo suyo eran las rutas de montaña. “Si te parece que voy muy rápido decime y manejo normal eh”, me avisó. Pero lo cierto es que disfruté el viaje de principio a fin como una montaña rusa. No sólo el auto tenía una capacidad genial para acelerar y mantenerse pegado al asfalto, sino que Jeff lo manejaba como un Fangio, la ruta estaba de diez, y la gente, muy respetuosa, lo dejaba pasar sin hacerle bardo. Él tampoco se ponía a apurar al que tenía adelante cuando quedaba estancado, y no dejé de hacerle esa observación: en Nueva Zelanda, un país civilizado, incluso para infringir las normas de tránsito hay respeto y solidaridad.

Pasada la aventura (y pasados a velocidad adecuada frente al único control policial que encontramos, lo cual libró a Jeff de una multa de alrededor de doscientos dólares), pasados por Kaikoura (ciudad costera muy fachera, con aguas de color celeste intenso, focas y montañas nevadas de fondo... perdón por la falta de fotos, pero no me pareció que a Jeff le copara la idea de parar cada cinco minutos para que yo me luciera), y pasados los tópicos más comunes de conversación, llegamos a Blenheim.


Me subí a mi autito y sin pesares y con mucha alegría en el corazón, me dirigí a Picton para tomar el primer ferry y cruzar a la Isla Norte. El problema fue que para ese día todo estaba reservado, y al día siguiente no iba a haber servicio porque había pronóstico de olas gigantes. Well, fuck that. Por si no lo tenía claro, se había terminado la buena racha. Igual, qué sé yo, como gritábamos con Germán y Thomas: ¡vamos los Pumas carajo!, aunque las cosas ya no fueran tan bien.



Rafa Deviaje.

lunes, 20 de julio de 2015

El camino del kiwi muerto

No muy lejos del Abel Tasman hay otra de las Great Walks: el Heaphy Track. En el folleto dice (que la gente dice) que sea (quizás) el mejor de las Great Walks porque combina montaña y bosque y playa. Pero tiene una dificultad técnica que lo convierte en una mierda: en el extremo Norte, el inicio se encuentra a buena distancia de la civilización y tras varios kilómetros de ripio mal mantenido. Y el extremo Sur está a otro tanto de Westport, en la Costa Oeste. Y entre ambos extremos hay unos cuatro días de caminata, y una U de más de trescientos kiómetros de ruta. Parece que la gente de bien se paga un helicóptero por adelantado para cuando terminan. Ja. Qué chetos.


Por estos motivos, y más que nada de capricho, elegí arrancar por arriba, llegar a una cabaña y volverme por el mismo camino ese mismo día (pronosticaban lluvia). Sabía que sólo iba a ver montaña (y no una muy impresionante) y no iba a estar ni cerca de la costa, que prometía ser lo mejor, peeeero qué se le va a hacer.


Dicen que son seis horas de caminata, pero lo hice en cinco. Y todo el tiempo vas subiendo. Sube sube sube (¿bandera del amor?) hasta un punto máximo donde hay un mirador. Y aclaro que hasta este momento nada es deslumbrante. El bosque está ok. Las montañas están bonitas. El valle tiene cierto encanto, pero la verdad es que durante todo el camino sólo se lo puede apreciar entre el follaje.



Lo único llamativo fue que, a unas dos horas de haber dejado el estacionamiento, sentí olor a podrido. Miré para allá, miré para acá, y encontré el origen: un pájaro muerto al costado del camino. Me acerqué más y casi ni lo creí: ¡un kiwi! Uno grande, con pico largo y alitas tipo manitos de tiranosaurio. Todo pelado y desinflado, con huesitos abajo de la piel y moscas alrededor. Me lo quedé mirando como un minuto: muerto y todo, era el único kiwi en su estado natural que me iba a encontrar en todo Nueva Zelanda.



Ahora, después de ese miradorcito y hasta la cabaña (que está a una media hora de caminata) cosa se pone más linda. Y fría: el sendero toma la ladera eternamente en sombras de la montaña, y las piedras que uno pisa empiezan a estar cubiertas de hielo duro y espeso (y resbaloso) y las plantas se muestran cubiertas de una escarcha profusa y geométrica que brilla en el reflejo del sol sobre el bosque circundante.

La Perry Saddle Hut es divina. Zarpada. Tiene muchísimas camas, una cocina enorme, un deck desde donde mirar el valle de punta a punta, un refugio exterior y hasta adornos y motivos neozelandeces. Lo único malo es que en invierno el agua de las tuberías se congela y no sale ni a garrotazos.


Almorcé allá arriba, en un rincón soleado, y me pegué la vuelta rápidamente. El motivo de mi apuro era perfectamente explicable: quería volver a Motueka, y para hacerlo tenía que subir y bajar por un camino de montaña complicado y embustero, el peor manejado hasta el momento, el cual tenía varias esquinitas oscuras con resabios de hielo sobre la calzada. Y esperaba que el día cálido hubiera derretido esos parchecitos del demonio.


Así que le metí pata. El hielo seguía estando ahí pero me encontré a mí mismo como un conductor precavido y experto, y me complace decir que llegué a destino, ya empezando a anochecer, sin un rasguño ni un susto, habiendo dejado atrás varios autos en la banquina que no tuvieron la misma suerte que yo.


Y en este punto sentí, con peso y liviandad en el alma, que había visto todo lo que tenía para ver en la Isla Sur de Nueva Zelanda. Era hora de cruzar a la Isla Norte. Sin embargo algo me retenía: una promesa de pasar a saludar por Christchurch. Una promesa que no sabía si podía y quería cumplir...




Rafa Deviaje.