De regreso a la casa de Ikue nos esperaba el fin de año. Sabía que ellos tienen el hatsumode, o la primera visita del templo tras año nuevo, pero a pesar de haberlo visto en montón de animés, no sabía cómo podía ser.
Por otro lado, pensaba, tal vez no fuera la gran cosa. Habíamos pasado una Navidad sin nada particular en Kyoto: nada de fuegos artificiales ni de esperar a media noche. Miki y yo la pasamos bastante bien porque pasamos la tarde en un sport center, donde bateamos pelotas de béisbol en una maquinola e hicimos otro montón de huevadas, y después terminamos en un karaoke con nuestro anfitrión y sus amigos.
Después de pasar el último día de diciembre dentro de la casa, manteniéndonos calentitos y comiendo sin parar, nos abrigamos bien y nos llevaron a un templito (creemos que budista) cercano al jardín de infantes donde trabajaba Ikue. Allá nos reencontramos con sus jefes, que nos obsequiaron gorritos abrigados y nos invitaron a pasar dentro del templo, donde el cuidador (nótese: cuidador del templo, no monje ni nada así) nos invitó más comida y un sake con chispitas de oro flotándole adentro).
Todo muy tradicional, sobrio pero relajado y alegre a la vez. Miki tomó su vasito de sake dorado y se puso charlatán, y procedimos a tocar campanazos. Cinco campanazos a la campana de la paz, una enorme y linda, para purificar los malos sentimientos e iniciar el año próximo de la mejor forma posible.
Cada campanazo, dado a intervalos prolongados, hacía vibrar todo dentro del pecho y la cabeza (más allá del sake espiritual) y se sentía bien. Al final terminé dándole quince campanadas, una más zarpada que la otra, y los nipones contentos de tener extranjeros tan entusiastas como invitados. Todos felices.
Al día siguiente, empezando a atardecer, fuimos a otro templo local (esta vez, sospechamos, era sintoísta). La masa de gente fluía por las calles aledañas, se arremolinaba en los puestitos de comida, y se ordenaba en largas filas frente a la alcancía en donde iban a dar sus ofrendas y pedir por sus intenciones. Miki fue a comprar por cien yenes su predicción de la fortuna y la ató a una rejita, comimos más snacks entre todos y nos volvimos, tiritando y contentos.
Rafa Deviaje.
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