Desde Taumata(etc.) fui hasta Egmont alias Taranaki, donde esperaba hacer una linda caminata. Crucé casi de costa a costa sin parar con un clima divino (¡ventanillas abiertas!, después de tanto frío parecía milagroso) y nubes enormes como ganado avanzando hacia el oeste. Me picó un poquito de nostalgia durante el trayecto: ese clima y esas nubes me recordaban a los de Buenos Aires, muy diferente a lo que se ve en Oamaru.
Pasé por muchos pueblos pequeños en los que no me detuve pero que se nota que se pusieron las mejores pilchas: lagunas artificiales, parques extensos, playas, edificios con onda. Pero lamentablemente, al llegar a Taranaki, encontré que esas mismas nubes que había estado siguiendo con la mirada, formaban ahora un corro alrededor del gran Taranaki: de esta verdadera Montaña Solitaria sólo se veía la base, y el resto quedaba oculto como si fuera parte de las Montañas Nubladas.
Igual fui para ahí: el camino se angostó al ingresar al Parque Nacional (que es circular y envuelve toda la montaña) y el bosque se me tiró encima, pero al llegar al estacionamiento final, no se podía ver mucho. Niebla, frío, un poco de hielo. Decidí hacer una caminata breve que lleva hasta una simpática cascada, deleitándome a cada paso con la densidad del bosque tapizado en musgo, y volví al auto.
Para el día siguiente pronosticaban más nubes para el Taranaki, pero buen clima en el Tongariro, otro de mis destinos. Entonces medité unos minutos y decidí seguir viaje: después de todo, el Taranaki es hermoso pero no se diferencia demasiaaaado de las montañas hermosas que había visto en la Isla Sur. Y el Tongariro, cuenta la leyenda, es único...
Así que salté otra vez al volante y me alejé. Justo cuando se estaba poniendo el sol, las nubes se abrieron un poco y esta gran montaña, que sin duda fue algún dios maorí, me regaló una vista hermosa. Frené en la banquina, salté sobre el techo del auto y la fotié.
Después me perdí en un largo camino de ripio que sube y baja sin cesar por una cordillera boscosa, de escasa altura pero de relieve dramático. Atravesé túneles y bordeé pequeños abismos, y al hacerse de noche la cosa se volvió más fácil: al no ver desde cuán alto me caería si perdiera el rumbo, no tenía tanto miedo.
Paré en el pueblo de Taumarunui a cargar petrol, y pocos segundos después me paró un policía pelado por haber salido muy rápido de la estación de servicio... Y yo, cansado y fastidiado pero con la mejor onda, intenté que no se diera cuenta de que la licencia internacional de conducir había caducado hacía como cuatro meses... "¿A dónde vas?", me preguntó, y le mostré en un mapita el camping al que me dirigía. "Seguí derecho por esta y cuando vayas por el kilómetro cuarenta fijate que vas el camino que se abre hacia la izquierda, y cinco kilómetros después tenés el camping. No confíes mucho en el GPS del celular que como es una zona volcánica a veces se vuelve loco. ¡Buen viaje!". Y así me dejó ir, sin multa, sin llamada de atención, sin media llegada tarde, sin poder creerlo. ¡Gracias, poli pelado buena onda, gracias!
Y ahí fue, al doblar a la derecha donde él me indicó (lo mismo que el GPS, que no se dejó vencer por el magnetismo del volcán), vi a una maorí que hacía dedo bajo la lumbre del único farol encendido. Frené, le pregunté a dónde iba, y finalmente la invité a venir conmigo. Se llamaba Rha o algo así y le habían robado el auto en Wellington, y había quedado ahí perdida desde hacía unas horas. "¿Qué hacías si no aparecía yo?", pregunté, "probablemente me congelaba", bromeó, y a mí me pareció entender que tal vez había habido un motivo providencial para las nubes que bailaron alrededor del Taranaki aquel día.
Rha aceptó encantada la carpa que le presté para pasar la fría noche y los noodles instantáneos que compartimos, y al día siguiente, un espléndido día de prístino firmamento, la dejé en otro punto haciendo dedo, y yo fui a por mis aventuras.
Rafa Deviaje.
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