martes, 11 de agosto de 2015

Misión cumplida: Cape Reinga


Volví de la fantástica Waiheke Island a Auckland. Y estuve ahí a puntito nomás de venderle el auto a una pareja de taiwaneses, pero a último momento se echaron atrás. Entonces miré el calendario, conté los días que me quedaban antes de irme de Nueva Zelanda, y decidí que si todavía no lo había logrado vender, era porque teníamos una última cita pendiente, mi auto y yo.


Llené el tanque y partí, raudo, hacia Northland. Las colinas llenas de pasto verdísimo se sucedían unas a otras, pequeños pueblos y ciudades costeras se sucedían unas a otras, nubes rosas y violetas con llovizna en la panza se sucedían unas a otras, y yo iba sin detenerme a sacar ni una foto porque tenía la brújula en aquel punto donde termina la tierra firma de Nueva Zelanda: Cape Reinga.


Las rutas son hermosas y zigzagueantes, y yo estaba disfrutando de una comunión íntima con el auto, girando en cada recodo como si fuésemos uno, acelerando siempre a tiempo, utilizando la fuerza de gravedad en las bajadas, economizando el uso de los frenos. ¡Qué sensación!

Hice un alto en Kaitaia para comprar algo de comida y me zambullí en los últimos ciento veinte kilómetros de camino recto que me separaban de Cape Reinga. Llegué, estacioné, agarré la cámara y me fui casi a los saltos hasta donde está el faro que marca el final.


La vista no será la mejor que ofrece Nueva Zelanda, pero igual hipnotiza: los médanos hacia el suroeste, las olas atravesadas del Pacífico que chocan contra las del Mar de Tasmania, playas y cerros, los lejanos peñascos de los Tres Reyes, unos islotes todavía más nórdicos, y el pequeño faro y su poste que indica, con cartelitos amarillos, direcciones y distancias a varios puntos icónicos de toda la Tierra.


Me puse a hablar con un alemán que se había ido en bici, y que quería recorrerse todo hasta llegar a Bluff, allá en la otra punta de la Ruta 1, al Sur de todo. En eso vimos que se acercaba una parejita con mochilas enormes y cara de cansados, y que al llegar al poste lo abrazaban y besaban y dejaban caer sus mochilas de lado. Me les acerqué, intuyéndolo todo, y les pregunté de dónde venían.


De Bluff. Caminando. Los felicité y les saqué una fotito a los dos posando. Haber hecho lo mismo en auto me daba hasta un poco de vergüenza.

Después un tipo morrudo me ayudó, haciéndome piecito, y pude treparme a la cúpula del faro (cosa que obviamente no se puede hacer, ¿pero quién se anima a detenerme al final de mi recorrido?) y aunque sólo tenga doce metros de alto me sentí más cerca del cielo.


Las nubes eran fantásticas. El espacio era altísimo, la puesta de sol, que nos quedamos a ver con el alemán de la bici, fue preciosa, fue precisa, fue brillante, inolvidable. Me di cuenta en ese instante que nunca antes había visto el sol ponerse sobre el mar. Brindé con unas lagrimitas en los ojos por ver siempre algo nuevo.

Al día siguiente me lo crucé al alemán, atamos su bici al techo del coche y fuimos a una playa que tiene dunas altísimas, que el viento barría incansablemente haciéndonos sentir que estábamos pisando otro planeta. Lo dejé al flaco en su lodge, y de a poco fui volviendo. Al Sur, hacia Auckland, atravesando sucesiones de colinas verdes, ciudades costeras, nubes panza lluvia pasajera.

Dormí una última vez en el auto, y lo vendí al día siguiente, el domingo. Pasé una última noche en un hostel. Pensé en salir a caminar, recordar la Auckland nocturna, pero no sentí que hiciera falta. Si el Rafa de un año cuatro meses y dos semansa atrás me veía, seguro me lo reprochaba: había salteado algunos puntos a lo largo de Nueva Zelanda y muchos otros los había visto así nomás de pasada. Pero mi sensación ahora, con la cosa terminada, era de estar completamente satisfecho. No cambiaría nada. Tenía la liviana alegría de no sentir la necesidad de volver atrás la mirada.


Al día siguiente armé y aligeré un poco la mochila, pasé a despedirme por Remedy, y me fui, con un tren y un colectivo, hasta el aeropuerto. Pasé una mala noche sobre unos asientos y temprano, amaneciendo, despegó el avión que me arrancó de Nueva Zelanda y me depositó, suave como el final de una buena carcajada, en Melbourne: el viaje a Australia recién empezaba.





Rafa Deviaje.

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