Pagué una noche en el
hostel más barato de Turangi, cuyo dueño me recordaba a algún
viejo actor inglés, y hablé con la gente de todos los negocios que
encontré abiertos... No, nadie conocía a tal tipo sudafricano. Dormí
intranquilo. A la mañana siguiente seguí con mi búsqueda, hablé
con mucha gente, y a pesar de su cooperación, no conseguí nada.
Entonces: la idea... la
sospecha... ¿Y si el celular se me había caído al bajar de la
camioneta, y no adentro de la camioneta? Salté al coche y desmanejé
lo manejado. Paré en la banquina y al instante lo vi: reflejaba un
cielo nublado. Todavía tenía pedacitos de escarcha. Lo apagué, le
saqué la batería y lo dejé reposar... Con suerte se curaría y
perdonaría mi torpeza.
Seguí camino a Taupo.
Sabía que era el lago más grande de Nueva Zelanda, pero no sabía
qué podía tener de copado. Google me dijo que tenía aguas termales
y saltos en paracaídas... ¿Saltos en paracaídas? ¿A cuánto?
Doscientos cincuenta dólares. Llamé: ¿puedo saltar hoy? Sí,
podía. Fui hasta el pequeño aeropuerto, llené papeles, empecé a
sentir vértigos en la pancita, y de repente me dieron una mala
noticia: hay muchas nubes, así no saltamos. Pero estate al tanto
porque si las condiciones cambian, saltamos.
Fui al pueblo y a las
aguas termales: hay una vertiente de agua caliente que se incorpora a
un río de agua fría, y ahí en el medio se forma el lugar ideal
para descontracturarse... Yo metí mis doloridos pies y tomé un
poquito de sol... ¿Sol? Probé a llamar a los del paracaídas, por
si ellos también estaban mirando el cielo: ¿hay salto? ¡Hay salto!
¡Venite pibe!
Volví. No hubo nervios
esta vez. Me vistieron con un mameluco, casquito y boludeces, me
presentaron al instructor que saltaría atado a mí. Conocí
a dos gallegos que estaban en Nueva Zelanda de luna de miel. Subimos
a la avioneta y despegamos. Qué rápido tomamos alturas que me
llevaron horas de sudor el día anterior, en la montaña. Y qué
rápido dejamos esas alturas abajo.
¿Ves ese?, señalaba mi
instructor, es el bosque plantado por humanos más extenso del
Hemisferio Sur. ¿Ves el lago? Podías darle de beber por un año a
toda la población de Malasia... Bueno, no me acuerdo si de Malasia o
quién, pero era algún país del Sudeste Asiático. Antes de
volverme paracaidista, me contaba, estuve en el ejército. Ajá,
interesante... ¿Podemos hacer piruetas mientras caemos? Puede ser,
puede ser... Estaba ansioso. No estaba
nervioso. No estaba asustado. La vista por la ventanilla era genial.
Se veían como mil venitas de celulitis sobre la tierra, antiguos
ríos y arroyos. Luz verde. Acercate que te engancho bien, me dijo mi
instructor, y escuché varios clics y fricción de correas. Saltó la
pareja de española y nos acercamos cola hacia adelante hasta la
puerta. Admiré por última vez el paisaje desde la altura, miré a
la cámara que te saca una foto con cara de mogólico antes de
saltar, saqué el cuerpo totalmente afuera de la avioneta, tiré las
patas para atrás y la cabeza hacia arriba, como me habían indicado,
y nos zambullimos.
En mi imaginación, desde
cuando veía Punto Límite allá lejos y hace tiempo, creía que cuando uno
saltaba de un avión y estaba en caída libre, el cuerpo se sentía
como si flotara. O sea, el camarógrafo y los espectadores lo ven
algo así, ¿no? Bueno, no. La sensación es que caés. Caés y caés
a una velocidad que tu cuerpo no conoce y no dejás de caer y de
sentir la gravedad que te succiona hacia abajo desde las tripas y las
costillas mismas. Y se siente genial. Mover los brazos, los pies, la
cabeza, todo se siente raro. ¿Habías pedido piruetas? Dimos unos
giritos en redondo, un poco sosas pero copadas. El aire, el aire que
perforábamos al caer estaba frío, pero se dejaba desgarrar con un
chillido encantador. Habían prometido cuarenta y cinco segundos de
caída libre (doce mil pies, cuanto quiera que eso sea en metros),
pero se sintieron como quince. Y de repente sentís que las correas
de las piernas se te entangan y que ya no caés.
Levanté la mirada justo a
tiempo para ver el paracaídas desplegarse. Sí, se abrió bien.
Viviría. Nos movimos un poco de acá para allá y el instructor me
dejó tener los controles. Cool. ¿Puedo girar? Sí sí, bajá una
mano y subí la otra. Giré para un lado, giré para el otro, y
entonces quise hacer una espiral y mantuve una mano abajo, tomamos
velocidad y fuerzas G y calecita loca hasta que la resistencia fue
tanta que no pude sostener la mano abajo, y tuve que cederle los
controles.
¿Listo para aterrizar? No
quería aterrizar. Quería volver arriba de la avioneta y saltar otra
vez, y otra, y otra. Pero dije que sí. Levantá las piernas, me
dijo, vamos a caer de cola. Y fue suavecito. Y supe que se había
acabado. Lo sentía todo tan vivo en el cuerpo. Me encontré con los
gallegos: ella, que había estado tan asustada, estaba encantada, y
él, que tanto le había insistido a ella, apenas se tenía en pie.
No hubo fotos. El salto es
sólo la mitad del negocio, la otra mitad es venderte fotos con cara
de pelotudo y videos de pocos segundos. Minga. Igual la experiencia
fue tan grata que, aunque no aseguro nada, prometo hacer del
paracaidismo una actividad lo más recurrente posible. Sí señor.
Al irme de Taupo paré en
un bar restaurant muy elegante, porque los de Taupo Tandem Skydiving
me habían dado un voucher con descuento para ir ahí. ¿Algo por
cinco dólares?, pregunté, y me dieron un juguito de naranja. Así
bien croto, con botas todavía sucias, jeans andrajosos (que me había
jurado no iba a volver a lavar hasta que terminara mi viaje por Nueva
Zelanda) y remera con el agradable sudor del que saltó hace minutos
desde un avión. Me quedé charlando con el de la barra, un esloveno
copado, hasta que llegó un pelotón de viejas asiáticas y me di
cuenta que estorbaba a la clientela. Agradecí y me fui.
Ya casi a oscuras pasé por la Huka Falls, una cascada de agua que decía ser el lugar más fotografiado de Nueva Zelanda... lo cual pongo en tela de juicio, pero bueno. Se trataba de un río esmeralda que corre a presión por un estrecho cajón de membrillo y salta con brutalidad a un remanso, donde me quedé hipnotizado viendo la eterna turbulencia del agua...
Ya alejándome de Taupo, conecté la batería al celu, que volvió a la vida, y
volví a agradecer. Por todo. Muchas gracias.
Rafa Deviaje.
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