domingo, 9 de agosto de 2015

Salto en Taupo

Un sudafricano rubio, que vivía en Turangi, que hacía veintiocho años que residía en Nueva Zelanda... era todo lo que sabía. Llamaba a mi celular pero no contestaba nadie... Me lo imaginaba abajo del asiento de su camioneta, olvidado, perdido...

Pagué una noche en el hostel más barato de Turangi, cuyo dueño me recordaba a algún viejo actor inglés, y hablé con la gente de todos los negocios que encontré abiertos... No, nadie conocía a tal tipo sudafricano. Dormí intranquilo. A la mañana siguiente seguí con mi búsqueda, hablé con mucha gente, y a pesar de su cooperación, no conseguí nada.

Entonces: la idea... la sospecha... ¿Y si el celular se me había caído al bajar de la camioneta, y no adentro de la camioneta? Salté al coche y desmanejé lo manejado. Paré en la banquina y al instante lo vi: reflejaba un cielo nublado. Todavía tenía pedacitos de escarcha. Lo apagué, le saqué la batería y lo dejé reposar... Con suerte se curaría y perdonaría mi torpeza.

Seguí camino a Taupo. Sabía que era el lago más grande de Nueva Zelanda, pero no sabía qué podía tener de copado. Google me dijo que tenía aguas termales y saltos en paracaídas... ¿Saltos en paracaídas? ¿A cuánto? Doscientos cincuenta dólares. Llamé: ¿puedo saltar hoy? Sí, podía. Fui hasta el pequeño aeropuerto, llené papeles, empecé a sentir vértigos en la pancita, y de repente me dieron una mala noticia: hay muchas nubes, así no saltamos. Pero estate al tanto porque si las condiciones cambian, saltamos.

Fui al pueblo y a las aguas termales: hay una vertiente de agua caliente que se incorpora a un río de agua fría, y ahí en el medio se forma el lugar ideal para descontracturarse... Yo metí mis doloridos pies y tomé un poquito de sol... ¿Sol? Probé a llamar a los del paracaídas, por si ellos también estaban mirando el cielo: ¿hay salto? ¡Hay salto! ¡Venite pibe!

Volví. No hubo nervios esta vez. Me vistieron con un mameluco, casquito y boludeces, me presentaron al instructor que saltaría atado a mí. Conocí a dos gallegos que estaban en Nueva Zelanda de luna de miel. Subimos a la avioneta y despegamos. Qué rápido tomamos alturas que me llevaron horas de sudor el día anterior, en la montaña. Y qué rápido dejamos esas alturas abajo.

¿Ves ese?, señalaba mi instructor, es el bosque plantado por humanos más extenso del Hemisferio Sur. ¿Ves el lago? Podías darle de beber por un año a toda la población de Malasia... Bueno, no me acuerdo si de Malasia o quién, pero era algún país del Sudeste Asiático. Antes de volverme paracaidista, me contaba, estuve en el ejército. Ajá, interesante... ¿Podemos hacer piruetas mientras caemos? Puede ser, puede ser... Estaba ansioso. No estaba nervioso. No estaba asustado. La vista por la ventanilla era genial. Se veían como mil venitas de celulitis sobre la tierra, antiguos ríos y arroyos. Luz verde. Acercate que te engancho bien, me dijo mi instructor, y escuché varios clics y fricción de correas. Saltó la pareja de española y nos acercamos cola hacia adelante hasta la puerta. Admiré por última vez el paisaje desde la altura, miré a la cámara que te saca una foto con cara de mogólico antes de saltar, saqué el cuerpo totalmente afuera de la avioneta, tiré las patas para atrás y la cabeza hacia arriba, como me habían indicado, y nos zambullimos.

En mi imaginación, desde cuando veía Punto Límite allá lejos y hace tiempo, creía que cuando uno saltaba de un avión y estaba en caída libre, el cuerpo se sentía como si flotara. O sea, el camarógrafo y los espectadores lo ven algo así, ¿no? Bueno, no. La sensación es que caés. Caés y caés a una velocidad que tu cuerpo no conoce y no dejás de caer y de sentir la gravedad que te succiona hacia abajo desde las tripas y las costillas mismas. Y se siente genial. Mover los brazos, los pies, la cabeza, todo se siente raro. ¿Habías pedido piruetas? Dimos unos giritos en redondo, un poco sosas pero copadas. El aire, el aire que perforábamos al caer estaba frío, pero se dejaba desgarrar con un chillido encantador. Habían prometido cuarenta y cinco segundos de caída libre (doce mil pies, cuanto quiera que eso sea en metros), pero se sintieron como quince. Y de repente sentís que las correas de las piernas se te entangan y que ya no caés.

Levanté la mirada justo a tiempo para ver el paracaídas desplegarse. Sí, se abrió bien. Viviría. Nos movimos un poco de acá para allá y el instructor me dejó tener los controles. Cool. ¿Puedo girar? Sí sí, bajá una mano y subí la otra. Giré para un lado, giré para el otro, y entonces quise hacer una espiral y mantuve una mano abajo, tomamos velocidad y fuerzas G y calecita loca hasta que la resistencia fue tanta que no pude sostener la mano abajo, y tuve que cederle los controles.

¿Listo para aterrizar? No quería aterrizar. Quería volver arriba de la avioneta y saltar otra vez, y otra, y otra. Pero dije que sí. Levantá las piernas, me dijo, vamos a caer de cola. Y fue suavecito. Y supe que se había acabado. Lo sentía todo tan vivo en el cuerpo. Me encontré con los gallegos: ella, que había estado tan asustada, estaba encantada, y él, que tanto le había insistido a ella, apenas se tenía en pie.

 
No hubo fotos. El salto es sólo la mitad del negocio, la otra mitad es venderte fotos con cara de pelotudo y videos de pocos segundos. Minga. Igual la experiencia fue tan grata que, aunque no aseguro nada, prometo hacer del paracaidismo una actividad lo más recurrente posible. Sí señor.


Al irme de Taupo paré en un bar restaurant muy elegante, porque los de Taupo Tandem Skydiving me habían dado un voucher con descuento para ir ahí. ¿Algo por cinco dólares?, pregunté, y me dieron un juguito de naranja. Así bien croto, con botas todavía sucias, jeans andrajosos (que me había jurado no iba a volver a lavar hasta que terminara mi viaje por Nueva Zelanda) y remera con el agradable sudor del que saltó hace minutos desde un avión. Me quedé charlando con el de la barra, un esloveno copado, hasta que llegó un pelotón de viejas asiáticas y me di cuenta que estorbaba a la clientela. Agradecí y me fui.


Ya casi a oscuras pasé por la Huka Falls, una cascada de agua que decía ser el lugar más fotografiado de Nueva Zelanda... lo cual pongo en tela de juicio, pero bueno. Se trataba de un río esmeralda que corre a presión por un estrecho cajón de membrillo y salta con brutalidad a un remanso, donde me quedé hipnotizado viendo la eterna turbulencia del agua...



Ya alejándome de Taupo, conecté la batería al celu, que volvió a la vida, y volví a agradecer. Por todo. Muchas gracias.



Rafa Deviaje.

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