domingo, 9 de agosto de 2015

El Cruce Transalpino del Tongariro


El día anterior me había dejado con ganas de mucho más. Así que pasé la noche por ahí en medio de una arboleda, y apenas amanecía me dirigí al estacionamiento que queda al Norte del Parque Nacional. Empaqueté algo de comida, até bien fuerte los cordones de las zapatillas, lamenté no tener una gorra pero sí me unté con mucho bloqueador, y partí.


Mi consejo para futuros aventureros es que arranquen del otro estacionamiento, ya que yo me enfrentaba a una larga subida y a una corta bajada al otro lado, y haciendo el camino inverso se ahorra bastante esfuerzo. Ahora, las ventajas estratégicas de hacer lo que hice es que, en caso de tener que volver haciendo dedo, es más fácil conseguir aventón desde aquel estacionamiento, que de este.


Partí. Caminé aproximadamente una hora por el bosque, y ahí descubrí que no me había encintado las piernas a las botas: precario pero eficaz invento para enfrentar la nieve y evitar que al irse derritiendo ensopara mis medias... pero ya era tarde, alpiste. Al menos, me consolé, pude encontrar un palito decente para hacerme soporte cuando empezara a patinar sobre el hielo...


Después del bosque transité una hora más bajo el rayo de sol, en una zona árida y achaparrada. Bocanadas de humo volcánico y maloliente se lanzaban al mundo allá lejos a mi izquierda, y sobre el horizonte se desplazaba una capa de nubes bajas. Afortunadamente, antes de que esas nubes llegaran a la montaña, yo ya estaba arriba de ellas... Nunca había estado en una situación así. Y me encantó.


Entonces empezó la nieve y el hielo. La nieve tenía ya un par de días y estaba principalmente dura y crocante, pero en algunas zonas intrincadas del sendero se había compactado tanto que el bastón resultó una herramienta indispensable. Al ir subiendo fui encontrando nieve suelta como polvo de lavar la ropa. No, más finito que polvo de lavar la ropa. Como azúcar impalpable. No, más suelto que azúcar impalpable. Buen qué sé yo. Suavecita.


Y fui reconociendo el aspecto y secretos de distintos tipos de nieve, la que te aguanta el peso, la que te va a hacer tropezar, la que parece buena pero te hace patinar, la que es puro hielo, la que tiene cristales enormes y al pisar cruje como hojas secas de otoño, la que esconde entrañas azules. Etcétera.


Entonces llegué arriba de todo y ante mí había una olla enorme. Blanca. Toda blanca. Perlada, brillante, transpirando bajo el sol impasible. Fui siguiendo los postes que indicaban el camino, y a mi izquierda encontré un gran lago (Lago Azul, supuestamente) completamente congelado. Blanco Ala, como los calzones nuevos de tu abuela. Avanzar se hacía complicado porque la superficie de la nieve era muy dura y resbaladiza y estaba en ángulo, y de patinar iba a deslizarme como bocha de hockey hacia la hondonada.


Y llegó un punto en el que no pude avanzar más: o me tiraba por una ladera de unos cincuenta metros, rogando no chocar ninguna piedra, o me volvía atrás. Medité, sopesé, reflexioné. Y me pequé la vuelta.


Media hora había bastado para hacer el hielo todavía más patinoso, y por ahí donde acababa de pasar, ahora patinaba como un borracho canadiense. Y ¡plaf!, caí de culo y vi, en slow motion, que la tapita del lente de mi cámara se desprendía, deslizaba elegantemente hasta la cornisa, y se iba allá, lejos, lejísimos, hacia la hondonada blanca. La seguí con mirada de halcón y le grité (sí, grité en voz alta) "¡vos quedate ahí putita que te voy a buscar, no creas que te vas a escapar así de fácil!".


Terminé de desandar lo andado y me encaramé por una senda que atravesaba la olla a la mitad, marcada por huellas varias pero sin postes naranjas. Recuperé la tapita de mi cámara y seguí adelante. Pronto me encontré un convoy de turistas con su guía que hacían el camino en sentido contrario al mío, armados de palitos pro en cada mano, clavos en las zapas, casquito y anteojos de mosca gigante.


Subí una ladera bastante empinada, usando huellas de caminanes anteriores como peldaños, y llegué a la punta más alta de mi recorrido, junto al Cráter Rojo. Unos franceses que estaban ahí arriba me dijeron que esa era el mismísimo Mount Doom. Sólo que con un metro de nieve encima.


Nuevamente me encuentro en la desesperación de explicar por escrito lo inenarrable. Así como me habían conmovido las vistas del Mount Cook y Milford Sound, lo estaba haciendo el Tongariro... Había cumbres íntegramente glaseadas, lagunitas (las supuestamente Esmeraldas) que eran rolitos chatos y espejados, un cráter humeante de grano rojo y humo olor a pedo alrededor, había una infinidad de pequeñas cumbres cubiertas por un manto delgado de nubes, estaba el Taranaki, allá lejísimos, con su propio tutú de nubes grises, y ahí conmigo estaba el sol rutilante, hermoso, brillando en cada rincón al que mirara...


Por más que quise quedarme allá arriba eternamente, tuve que empezar a bajar. Miré tentador al Mount Ngauruhoe, aquel cono colosal que dominaba todo, pero no me le animé: por un lado apuraba la hora, y por otro era más que obvio que ahí las condiciones de la nieve y el hielo eran peores, y sus consecuencias, no digo fatales pero sí tremebundas.


Bajé por el otro lado de la montaña, masticando hielo para calmar la ansiedad, y bajé por montón de escaleras hacia ese valle plagado de rocas retorcidas y oscuras en el que había estado ayer: Mordor... Había cruzado, no había muerto, no había perdido la tapita de mi cámara ni me había entrado una gota de nieve adentro de las botas. Un éxito rotundo.



Sin embargo no fue el final de esa aventura: un francés alpinista me llevó hasta la ruta principal, y unos minutos después me levantó un tipo macanudo que me dijo que era de Sudáfrica pero que había estado viviendo en Nueva Zelanda por veitiocho años. Estuve a punto de comentarle qué bien Mandela y sobre la peli Invictus (básicamente mi única fuente de conocimiento mandeliano) cuando sumé dos más dos y preferí cambiar de tema rápido. La cosa es que el tipo se desvió específicamente para dejarme cerca de mi auto, y a los dos minutos me di cuenta que no tenía mi celular conmigo...


Sí, mi celular parecía haberse ido de paseo en la camioneta del sudafricano. Y la remilm....




Rafa Deviaje.

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