Volví de la fantástica
Waiheke Island a Auckland. Y estuve ahí a puntito nomás de venderle
el auto a una pareja de taiwaneses, pero a último momento se echaron
atrás. Entonces miré el calendario, conté los días que me
quedaban antes de irme de Nueva Zelanda, y decidí que si todavía no
lo había logrado vender, era porque teníamos una última cita
pendiente, mi auto y yo.
Llené el tanque y partí,
raudo, hacia Northland. Las colinas llenas de pasto verdísimo se
sucedían unas a otras, pequeños pueblos y ciudades costeras se
sucedían unas a otras, nubes rosas y violetas con llovizna en la
panza se sucedían unas a otras, y yo iba sin detenerme a sacar ni
una foto porque tenía la brújula en aquel punto donde termina la
tierra firma de Nueva Zelanda: Cape Reinga.
Las rutas son hermosas y
zigzagueantes, y yo estaba disfrutando de una comunión íntima con
el auto, girando en cada recodo como si fuésemos uno, acelerando
siempre a tiempo, utilizando la fuerza de gravedad en las bajadas,
economizando el uso de los frenos. ¡Qué sensación!
Hice un alto en
Kaitaia para comprar algo de comida y me zambullí en los
últimos ciento veinte kilómetros de camino recto que me separaban
de Cape Reinga. Llegué, estacioné, agarré la cámara y me fui casi
a los saltos hasta donde está el faro que marca el final.
La vista no será la mejor
que ofrece Nueva Zelanda, pero igual hipnotiza: los médanos hacia el
suroeste, las olas atravesadas del Pacífico que chocan contra las
del Mar de Tasmania, playas y cerros, los lejanos peñascos de los
Tres Reyes, unos islotes todavía más nórdicos, y el pequeño faro
y su poste que indica, con cartelitos amarillos, direcciones y
distancias a varios puntos icónicos de toda la Tierra.
Me puse a hablar con un
alemán que se había ido en bici, y que quería recorrerse todo
hasta llegar a Bluff, allá en la otra punta de la Ruta 1, al Sur de
todo. En eso vimos que se acercaba una parejita con mochilas enormes
y cara de cansados, y que al llegar al poste lo abrazaban y besaban y
dejaban caer sus mochilas de lado. Me les acerqué, intuyéndolo
todo, y les pregunté de dónde venían.
De Bluff. Caminando.
Los felicité y les saqué una fotito a los dos posando. Haber hecho
lo mismo en auto me daba hasta un poco de vergüenza.
Después un tipo morrudo
me ayudó, haciéndome piecito, y pude treparme a la cúpula del faro
(cosa que obviamente no se puede hacer, ¿pero quién se anima a
detenerme al final de mi recorrido?) y aunque sólo tenga doce metros
de alto me sentí más cerca del cielo.
Las nubes eran
fantásticas. El espacio era altísimo, la puesta de sol, que nos
quedamos a ver con el alemán de la bici, fue preciosa, fue precisa, fue brillante,
inolvidable. Me di cuenta en ese instante que nunca antes había
visto el sol ponerse sobre el mar. Brindé con unas lagrimitas en los
ojos por ver siempre algo nuevo.
Al día siguiente me lo crucé al alemán, atamos su bici al techo del coche y fuimos a una playa
que tiene dunas altísimas, que el viento barría incansablemente
haciéndonos sentir que estábamos pisando otro planeta. Lo dejé al flaco en su lodge, y de a poco
fui volviendo. Al Sur, hacia Auckland, atravesando sucesiones de
colinas verdes, ciudades costeras, nubes panza lluvia pasajera.
Dormí una última vez en el auto, y lo vendí al día
siguiente, el domingo. Pasé una última noche en un hostel. Pensé
en salir a caminar, recordar la Auckland nocturna, pero no sentí que
hiciera falta. Si el Rafa de un año cuatro meses y dos semansa atrás
me veía, seguro me lo reprochaba: había salteado algunos puntos a
lo largo de Nueva Zelanda y muchos otros los había visto así nomás
de pasada. Pero mi sensación ahora, con la cosa terminada, era de
estar completamente satisfecho. No cambiaría nada. Tenía la liviana
alegría de no sentir la necesidad de volver atrás la mirada.
Al día siguiente armé y
aligeré un poco la mochila, pasé a despedirme por Remedy, y me fui,
con un tren y un colectivo, hasta el aeropuerto. Pasé una mala noche
sobre unos asientos y temprano, amaneciendo, despegó el avión que
me arrancó de Nueva Zelanda y me depositó, suave como el final de
una buena carcajada, en Melbourne: el viaje a Australia recién empezaba.
Rafa Deviaje.