viernes, 5 de mayo de 2017

Nelson Falls y las maravillas de hacer dedo en Tasmania

En todo Tasmania habré tomado tres colectivos de corta distancia; a parte de eso, lo que no caminé lo hice a dedo. No sólo porque los bondis larga distancia escasean y son caros, sino porque cada vez que me quedo solo al lado de la ruta, mi mochila única compañera, y un coche frena y abre las puertas, reafirmo que hay toda una magia en oferta ahí donde muchos ven dificultades.

En Tasmania tuve la suerte de que dos veces pararan mujeres que conducían solas (lo cual no sucedió jamás en la Australia continental) y que además fueran muy divertidas (aunque una de ellas, me contó, tenía problemas con el marido cada vez que levantaba a un hitchhiker porque una vez, no hacía mucho, había ayudado a un criminal a huír de la escena de crimen). Tuve la suerte de viajar con pescadores a los que no se les entendía ni jota y la suerte de conversar con un capitán de barco pesquero que, después de haber visto cómo depredaban los mares, decidió retirarse y vivir de forma autónoma en el noroeste de Tassie. Pude viajar con gente nacida en la isla y oír las historias de cuando eran adolescentes y se iban a pescar; y pude viajar con gente de todos lados del mundo que se habían enamorado de Tasmania y ahí seguían, todavía amantes.

Pude viajar con otros backpackers, también, y eso fue lo que hice cuando salí del Frenchman's Cap: durante la caminata me había cruzado cien veces a una pareja de europeos con los que terminamos llevándonos muy bien, y fueron ellos quienes me ofrecieron un aventón hasta Queenstown (que, a pesar de ser tocaya de esa hermosa ciudad neozelandesa, no comparte nada de su belleza). En el camino paramos a ver las Nelson Falls, también.




Y cuando nos despedimos ahí quedé yo, otra vez: al lado de un camino no muy transitado, con barro hasta las rodillas, transpirado, lleno de roña y mal olor, siendo ya las cuatro de la tarde. ¿Quién me iba a parar? Por las dudas chequeé un pequeño baldío donde podría armar la carpita.

Pero ni quince minutos de espera y frenó una camioneta enorme con un tipo vestido de ambo verde. Él iba hasta un pueblito que quedaba a unos cuarenta minutos de distancia y yo ni consulté en el mapa para ver cuánto me servía: sólo necesitaba que me dejara en un camping del camino, donde poder ducharme y lavar el barro de los pantalones.

Sin embargo fuimos hablando y debí caerle bien, porque pasado un rato me invitó a pasar la noche en su casa. Yo, con todas las antenas paradas, acepté la oferta (después de todo la última vez que alguien me invitó apernoctar en su hogar las cosas salieron muy bien).

El loco era de Texas, se había mudado a Sydney hacía mucho y recientemente se había instalado en un pueblucho pacífico de Tasmania; criaba patos y gansos y pollos y tenía su huertita, y cada rato libre lo dedicaba a pintar las paredes de su nueva casita y arreglar cosas. Un copado.

Me dejó darme un baño de inmersión fantástico (la ducha necesitaba ser arreglada todavía), lavé toda mi ropa en su máquina, carqué la batería de la cámara de fotos y hasta me preparó un sánguche con pavo de su propiedad. Al día siguiente me obligó a llevarme uno de sus tantos pares de zapatillas (posta que tenía muchos y yo sólo uno), me compró un café to-go y me dejó en un buen punto de un pueblo cercano, camino a su laburo. Todo eso sin pedirme nada a cambio; tal vez fuera suficiente para él pasar el rato.

Y ahí, mientras volvía ya al Tasman Backpackers de Devonport, con el pecho inflado de un bienestar y una plenitud difícil de describir, reafirmé lo que ya sospechaba: hay algo de mezquino en pagar con un favor a quien, previamente, nos ayudó de forma desinteresada. Tiene algo de cerrado, tiene algo de cobarde.

La única forma de demostrar la gratitud hacia quienes nos dan una mano cuando lo necesitamos y no lo pedimos, la única manera de equilibrar las cosas cuando nos sentimos abrumados por la generosidad de otros, es emularlos. Abrir las manos, abrir los bolsillos, regalar oídos sinceros, no controlar el tiempo que invertimos en alguien que necesita compañía. No tenerle miedo al que nos pide que le hagamos la gamba, no ignorar al que tiene cara de preocupado, cocinar para cuatro o para diez cuando se puede, o contestar con paciencia infinita todas las preguntas que un viajero recién iniciado pueda hacernos cuando se entera que ya cumpliste tres años de nomadismo (y cree que sabés algo).

Y cuando volví al working hostel de Devonport y me reencontré con amistades a quienes mi desaparición, hacía casi un mes, los había sorprendido, pedí disculpas y me senté ahí, en la mesa del patio, a contarles dónde había estado y, café de por medio, hacer vida de lo que había aprendido.


Rafa Deviaje.

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