En todo Tasmania habré
tomado tres colectivos de corta distancia; a parte de eso, lo que no
caminé lo hice a dedo. No sólo porque los bondis larga distancia
escasean y son caros, sino porque cada vez que me quedo solo al lado
de la ruta, mi mochila única compañera, y un coche frena y abre las
puertas, reafirmo que hay toda una magia en oferta ahí donde muchos
ven dificultades.
En Tasmania tuve la suerte
de que dos veces pararan mujeres que conducían solas (lo cual no
sucedió jamás en la Australia continental) y que además fueran muy
divertidas (aunque una de ellas, me contó, tenía problemas con el
marido cada vez que levantaba a un hitchhiker porque una vez, no hacía
mucho, había ayudado a un criminal a huír de la escena de crimen).
Tuve la suerte de viajar con pescadores a los que no se les entendía
ni jota y la suerte de conversar con un capitán de barco pesquero
que, después de haber visto cómo depredaban los mares, decidió
retirarse y vivir de forma autónoma en el noroeste de Tassie. Pude
viajar con gente nacida en la isla y oír las historias de cuando
eran adolescentes y se iban a pescar; y pude viajar con gente de
todos lados del mundo que se habían enamorado de Tasmania y ahí
seguían, todavía amantes.
Pude viajar con otros
backpackers, también, y eso fue lo que hice cuando salí del
Frenchman's Cap: durante la caminata me había cruzado cien veces a
una pareja de europeos con los que terminamos llevándonos muy bien,
y fueron ellos quienes me ofrecieron un aventón hasta Queenstown
(que, a pesar de ser tocaya de esa hermosa ciudad neozelandesa, no
comparte nada de su belleza). En el camino paramos a ver las Nelson
Falls, también.
Y cuando nos despedimos
ahí quedé yo, otra vez: al lado de un camino no muy transitado, con
barro hasta las rodillas, transpirado, lleno de roña y mal olor,
siendo ya las cuatro de la tarde. ¿Quién me iba a parar? Por las
dudas chequeé un pequeño baldío donde podría armar la carpita.
Pero ni quince minutos de
espera y frenó una camioneta enorme con un tipo vestido de ambo
verde. Él iba hasta un pueblito que quedaba a unos cuarenta minutos
de distancia y yo ni consulté en el mapa para ver cuánto me servía:
sólo necesitaba que me dejara en un camping del camino, donde poder
ducharme y lavar el barro de los pantalones.
Sin embargo fuimos
hablando y debí caerle bien, porque pasado un rato me invitó a
pasar la noche en su casa. Yo, con todas las antenas paradas, acepté
la oferta (después de todo la última vez que alguien me invitó apernoctar en su hogar las cosas salieron muy bien).
El loco era de Texas, se
había mudado a Sydney hacía mucho y recientemente se había
instalado en un pueblucho pacífico de Tasmania; criaba patos y
gansos y pollos y tenía su huertita, y cada rato libre lo dedicaba a
pintar las paredes de su nueva casita y arreglar cosas. Un copado.
Me dejó darme un baño de
inmersión fantástico (la ducha necesitaba ser arreglada todavía),
lavé toda mi ropa en su máquina, carqué la batería de la cámara
de fotos y hasta me preparó un sánguche con pavo de su propiedad.
Al día siguiente me obligó a llevarme uno de sus tantos pares de
zapatillas (posta que tenía muchos y yo sólo uno), me compró un
café to-go y me dejó en un buen punto de un pueblo cercano, camino
a su laburo. Todo eso sin pedirme nada a cambio; tal vez fuera
suficiente para él pasar el rato.
Y ahí, mientras volvía
ya al Tasman Backpackers de Devonport, con el pecho inflado de un
bienestar y una plenitud difícil de describir, reafirmé lo que ya
sospechaba: hay algo de mezquino en pagar con un favor a quien,
previamente, nos ayudó de forma desinteresada. Tiene algo de
cerrado, tiene algo de cobarde.
La única forma de
demostrar la gratitud hacia quienes nos dan una mano cuando lo
necesitamos y no lo pedimos, la única manera de equilibrar las cosas
cuando nos sentimos abrumados por la generosidad de otros, es emularlos. Abrir las manos, abrir los bolsillos, regalar oídos
sinceros, no controlar el tiempo que invertimos en alguien que
necesita compañía. No tenerle miedo al que nos pide que le hagamos
la gamba, no ignorar al que tiene cara de preocupado, cocinar para
cuatro o para diez cuando se puede, o contestar con paciencia
infinita todas las preguntas que un viajero recién iniciado pueda
hacernos cuando se entera que ya cumpliste tres años de nomadismo (y cree que sabés algo).
Y cuando volví al working
hostel de Devonport y me reencontré con amistades a quienes mi desaparición, hacía casi un mes, los había sorprendido, pedí
disculpas y me senté ahí, en la mesa del patio, a contarles dónde
había estado y, café de por medio, hacer vida de lo que había
aprendido.
Rafa Deviaje.
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