o The Flash Road Trip: Melbourne-Perth
-primera parte
La razón por la cual me
fui de Tasmania fue porque pronto volvería a trabajar a la farm de paltas en Queensland; pero antes de ir para allá tenía dos promesas
que cumplir: una era visitar a mi buen amigo alemán, aquel que
conocí en la Small Kiwi House y que vivía desde hacía rato en
Melbourne (promesa que se cumplió con alegría infinita), en el piso cuarenta y cinco de un edificio bien cerca de la estación. Un lujo.
La segunda promesa era
para con otra amiga, Juli, compañera de secundaria que andaba de
paseo en Nueva Zelanda y que me había pedido que la acompañara en
un viaje por la East Coast de Australia. Yo le dije que sí, que no
había dramas; pero mis planes fueron otros desde el principio: minga
la East Coast, íbamos a recorrer la South Coast desde Melbourne
hasta Perth.
De Melbourne a Perth,
pensé yo, como quien dice desde Buenos Aires a Rosario, o de
Caballito a Trelew, qué sé yo. No tuve la menor consideración
por la distancia, no tuve dos pensamientos sobre los gastos de
combustible, no hice más que una revisión de cinco minutos en
páginas de alquiler y relocación de coches. Nada. Caí a Melbourne,
me reencontré con Juli, participé activamente en los shows de dos
magos callejeros (uno muy bueno, otro medio flojo) y, en urgencia, me
dediqué una mañana entera a conseguir transporte.
Después de mucho
quilombo, de reservar una caravan por error y de perder otra combi a
último segundo por quedarme leyendo los términos y condiciones (sí,
juro que me los leí enteritos), de puro pedo conseguí una van que
necesitaba ser llevada desde A a B en siete días y que nos cobraban
muy poquito. Hubiera preferido nueve o diez, pero convengamos que
para ese momento no tenía ninguna otra opción: los dados ya habían
rodado sobre la mesa y no había otras opciones.
Cuando caímos, cargados
con nuestro equipaje y bolsitas con cincuenta dólares en
provisiones, en la agencia de alquiler de coches, tuvimos el primer y
único traspié serio de toda la aventura: resulta que Juli se había
dejado su licencia argentina de conducir en Nueva Zelanda, y sólo
cargaba la internacional. Pobre: no sabía que la internacional vale
de nada si no está acompañada por la del país de origen. Pobre mí,
digo: con Juli inhabilitada para conducir (y asustada por el tamaño
de la van), todo el camino descansaba en mis hombros.
Sin darle demasiada
importancia y canchereando sobre mi viaje al Tip del Cape York,
salimos apurados a la ruta y lo primero que tuvimos por delante fue
la Great Ocean Road, que nace en Melbourne y lleva hasta los Doce
Apóstoles, y que está bien lindo. Lo malo fue que por no entender
bien al GPS que nos vino con la van nos perdimos todo el primer tramo
del recorrido, creyendo que en cualquier momento bajábamos a la
costa pero manejando por rutas tierradentro.
En fin, aquel primer día
le metimos pata y vimos varios lugares icónicos, acantilados, arcos
de piedra, playitas secretas; salté cada baranda que me impedía
sacar fotos más copadas, nos cruzamos una serpiente y un equidna
asustadizo, y vimos un atardecer naranja sobre el mar. En el medio
hablamos de todo, y qué bueno estuvo hacer chistes como los que
hacía cuando me aburría en clase de Biología, y que la persona que
estaba a mi lado se riera. Para todo el resto teníamos Mastercard, pero eso sí que no tenía precio.
Rafa Deviaje.
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