Al igual que la vez anterior, se me hizo complicado saltar a la ruta temprano para hacer dedo: pasé unas horas en compañía de Less y sus historias (las dos australianas pirómanas se las picaron antes de que nadie les dijera nada) y conseguir aventón cerca del mediodía, por una ruta de ripio poco transitada, se volvió complicado.
Pero tuve un golpe de suerte cuando un micro de una compañía de tours paró sin que yo levantara el pulgar y, como estaba vacío e iba hacia la salida del Overland, me ofreció tirarme allá. Después caí en el coche de otros dos backpackers que iban de paseo (por lo cual paramos en cada miradorcito y caminata pedorra había para hacer), y finalmente eran como las cuatro de la tarde cuando me puse la mochila a cuestas y pisé el camino que lleva al Frenchman's Cap.
Desde el estacionamiento hasta la cima hay dos cabañas grandes donde pernoctar, y yo esperaba alcanzar la primera de ellas antes del anochecer, pero con llovizna constante, barro abundante y el sol bajando rápido, decidí acampar al lado de un puente colgante. Ahí me encontré a tres viejitos (cuyas edades oscilaban entre los sesenta y cinco y los setenta y seis) que charlaban animadamente y cocinaban sus cenitas individualmente.
Y de cruzar dos palabras con ellos me di cuenta que estaba ante unos grandes: el más viejo de ellos, por ejemplo, había vivido hasta los treinta y cinco sin empleo, dedicado a caminar y explorar el mundo salvaje, siendo el primer humano en muchos rincones todavía hoy inaccesibles para la plebe. Y después de eso se había puesto a trabajar como ranger en los Parques Nacionales de Tasmania. Pobrecito.
Y ahí estaban los tres, esa tarde, con sus carpitas y canoas inflables para bajar a la mañana siguiente por el río Lodon. Estaban seguros de que alguien, alguna vez, lo habría hecho ya, pero ellos no, y estaban todos entusiasmados con la idea de encontrar alguna que otra dificultad en el camino.
Nuevamente demoré mi partida (que suele ser apenas despunta el sol) para sacarles fotos en su partida (que fue apenas el sol empezó a calentar), y contento por el encuentro seguí rumbo cuestarriba.
Dejé la primera cabaña antes del mediodía, y caminé duro y parejo las siguientes horas porque el camino, cobijado bajo un bosque denso y húmedo como los de la isla sur de Nueva Zelanda, se volvía cada vez más empinado, engorroso y complicado.
Pero entonces llegué al Barron Pass y se me cayó la mandíbula: montañas como bloques macizos de piedra gris que parecían haber crecido de las colinas arrastrando el bosque sobre ellas, riscos escarpados, laguitos encallados, y un clima de puta madre. Me tomé un dencansito y ahí nomás salí a patear el último tramo hasta la cabaña del Tahune Lake.
Llegué siendo pasadas las seis de la tarde, y sabía que, con suerte, podía contar con luz diurna hasta las ocho. La cabaña estaba llena de gente e incluso había montón de carpas alrededor, así que me fue fácil averiguar cuánto tiempo podía tardar en ir y venir desde la cabaña a la cima del Frenchman's Cap.
Hora y media, me dijo uno con cara de experto, pero entonces me vio el sudor de la cara, notó lo pesada de mi mochila (toda llena de latas), y se corrigió: dos horas tal vez. Yo asentí, descargué todas las cosas, agarré una bolsita con nueces y la botella de agua, y me aseguré de tener los cordones bien atados.
El viejito de esa mañana me había dicho que no me porfiara: que si tenía buen clima hoy, fuera hasta arriba de todo hoy porque mañana, nadie sabe, el clima se podía pudrir. Y a viejitos como aquel hay que hacerles caso.
Así que corrí. Cuesta arriba y sin pararme, brincando de piedra en piedra, saltando sobre plantas y troncos. Hasta que llegué a una pared con un cartel que indicaba, con una flecha hacia arriba, el camino a seguir. Me acomodé el bolsito con la comida, el agua y la cámara de fotos, y empecé a trepar la roca con pies y manos indiscriminadamente, y cuando el camino retomó la horizontal seguí corriendo hasta que otra vez tuve que escalar, y así sucesivamente, hasta llegar arriba.
A un domo de piedras blancas y florcitas como viruta de madera, una elevación desde donde todo se veía claro: la el gran golfo al oeste de Tasmania, los picos del Overland, las cordilleras bruscas del sudeste de la isla, todo. Y el clima era hermoso, el aire fresco me inundaba los pulmones, las nueces sabían a maná del cielo.
Bajé otra vez a los saltos y, cronometrado, el viaje de ida y vuelta me tomó cincuenta minutos. Con la última luz que se filtraba en el valle me di un baño en el lago helado, me abrigué bien, comí la lata más suculenta de todas y me sumergí en la bolsa de dormir. Me sentía mal. Me sentía enfermo. Me sentí como se sienten los viejos de veintiséis años que empujan el cuerpo como si fueran pendejos de veinte.
Dormí como un fósil hasta el amanecer, y fui de los primeros en dejar las cobijas y, otra vez, subir la montaña. Porque quería demostrarle a mis piernas quién mandaba, porque el clima seguía estando espectacular, y porque sí, porque podía.
El viaje de vuelta fue menos exigente (claro, yendo para abajo cualquiera lo hace) y mucho más aburrido, ya que todas las lindas vistas quedaban a mis espaldas. Pero yo tenía ya el alma llena de satisfacción y el inconsciente un poco inquieto por la necesidad de trabajar.
Entonces se dictó sentencia y el Frenchman's Cap fue mi última gran caminata en Tasmania durante aquellas tres semanas/casi cuatro en las que sentí, por primera vez, que había aprendido a viajar conmigo mismo.
Rafa Deviaje.
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