Como de costumbre, las
cosas no salieron para nada como yo las había planificado: no
conseguí un huésped wwoofer, no hice el recorrido de tres noches
atravesando un sector de la isla, ni siquiera me puse al día con elblog. Pero el mecánico me llamó una tarde para decirme que habían
encontrado la falla en el auto y que me iba a salir un ojo de la
cara. Así que me encogí de hombros, reservé fecha
para volverme en ferry a tierra firme (o isla más grande, que en
definitiva es lo que siempre hacemos, ir de una isla a otra), y me
dispuse a hacer la última caminata que me había aconsejado Estela, aquella viejita adorable de la oficina del Department of
Conservation.
Arranqué bien temprano:
sabía que si me atrasaba las horas diurnas no serían suficientes.
Caminé por la ruta al lado de varias bahías y después me desvié
hacia unos “gardens” que estaban altamente embarrados y que de
gardens no tenían un joraca. Seguí mi caminito junto a la costa,
con destino a la Maori Beach, o playa maorí.
El clima estaba menos
lluvioso que los días anteriores. Si bien me había acostumbrado a
que cada diez minutos lloviera, algún que otro rayito de sol me
alentaba a seguir. Llegué al camping de la playa maorí dentro del
horario previsto, comí algo, paseé alrededor y vi caracoles por
docenas y hasta pedazos de algún coral medio esponjoso, y
unos minutos que brilló el sol en todo su esplendor, me senté
reparadito sobre una mini duna de arena a descansar. Ese lugar, en
verano, se debe re poner. Sólo que el agua está muy fría para
nadar, y tiene muchos tiburones blancos (parece ser una de las zonas
más densamente pobladas de great white sharks del mundo, ¿qué
tal?).
A la vuelta el solcito se
mantuvo y volví a sacar muchas de las fotos que había sacado antes,
pero más bonitas. Tuve la suerte de ver un ciervo escabulléndose de
mí en el bosque y de ver un arco íris sobre la bahía del pueblo
(Halfmoon Bay, o Bahía Medialuna, me daban ganas de clavarme un
desayuno cada vez que leía el nombre en el mapita... incluso me da
ganas ahora que lo escribo).
Esa noche me despedí del
yanqui (a quien de ojete le gané dos partidas de ajedrez), de la
sueca (a la que con el yanqui le enseñamos a jugar al ajedrez), de
la finlandesa (a la que ayudé a completar unos rompecabezas re
jodidos) y de la taiwanesa (con la que salimos a una noche a tratar
de ver un kiwi silvestre, pero fracasamos).
Bien temprano a la mañana
siguiente volví en el ferry, una maorí me levantó en la ruta y me
llevó hasta el mecánico (una capa de maorí, encargada de
transmitir antiguos conocimientos y prácticas a las generaciones
jóvenes) y ahí me esperaba mi autito, ronroneando y listo para
seguir. Así que seguí, ahora rumbo al Norte.
afa Deviaje.
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