Alejándome de Invercargill (ivecaaguil) las cosas se empezaron a poner lindas. Tenía decidido ir al Norte, pero de a poquito. Por eso manejé hasta el más austral de las caminatas del Parque Nacional de Fiorland (el más grande de Nueva Zelanda, Patrimonio de la UNESCO y las pelotas): el Hump Ridge Track.
Dicha caminata sigue la costa sur del Parque, y requiere cuatro días para llegar a la punta más Oeste. O sea que para ir y volver, son ocho días. Y como el clima era medio fulero y yo no estaba recuperado lo que se dice cien por ciento, preferí ir a la primera cabaña para pasar la noche y volver.
Amaneció decididamente fulero, nublado y gris, casi como el inicio de Harry Potter, salvo porque era miércoles. Y las primeras dos horas de caminar fueron bastante aburridas: iba por un sendero para 4x4 mitad inundado, alternando por saltitos en la playa fría y ventosa.
Pero al introducirme en el bosque, la cosa cambió. La vegetación era la usual, entre helechos palmera y árboles altísimos, pero tenía la magia de que todo, hasta las ramas superiores, estaban cubiertas de musgo espeso. La luz se filtraba de a ratos, creando ambientes de película en cada rincón. Y el mar que se escuchaba romper a los pies del acantilado. Por momentos esperaba que se me apareciera un velocirraptor, por momentos, la Princesa Mononoke. Lamentablemente ninguna de estas cosas sucedió, pero sí apareció un parajito fantail que me siguió, pegado a los talones, como dos kilómetros, y lo bauticé Sarapín.
En un momento en que se vuelve a ir por la playa casi fui succionado por las olas, ya que la marea estaba en su tope máximo. Por suerte pude correr al lado del acantilado e ir saltando en pedazos viejos de árboles caídos, y evité mojarme las patas. Pero fue bueno para meterle emoción a la cosa y comprobar de nuevo que mis botitas de hiking se la re bancaban.
Llegué a la Port Craig School Hut a las cinco horas y media de caminar, y me encantó. Esta no era una cabañita de medio pelo como en las que había pernoctado hasta la fecha, sino un edificio hecho y derecho, grande y robusto, con diecinueve camas cucheta, pileta para lavar vajilla y estufa a leña.
Ahí pegado está el Port Craig Village, un complejo de cabañitas top (clausurado) a donde parece que van a vacacionar boy scouts o gente que paga mucho o algo así. Y por unos caminitos simpáticos se puede recorrer la zona en la que estuvo el citado Puerto Craig, un antiguo aserradero. Hay maquinaria vieja oxidándose, pedazos de ladrillos y porcelana, cachos de fierro, etcétera.
Después podés bajar unos ciento dieciocho escalones empinados hasta la playa, donde tenés más maquinaria antigua (y donde dicen que se pueden avistar pingüinos y delfines, pero no ese día). Bonita la cosa. Yo hasta intenté hacerme el Indiana Jones y me salí del sendero para hurgar el bosque en busca de arqueologías, y sólo encontré pedazos de botellas. Que, calculo, eran las cervezas de los boy scout del año pasado.
Al día siguiente me pegué la vuelta. Había otra cabaña a la que podía acceder, a mitad de camino, abriéndome en forma de Y, pero para eso hubiera necesitado más alimento en mi mochila, y no lo tenía. Y como tampoco tenía ganas de pasar hambre, no fui. Se me cruzaron un par de ciervos y no fui tan rápido como para sacarles una foto ni darles caza, así que no había esperanza de prolongar la caminata.
El que reapareció fue Sarapín, y me acompañó esta vez como durante una hora y media. Se peleó con otros fantails que se nos cruzaban en el camino pero yo le chiflaba y se venía atrás mío; e incluso cruzó un puente largo, con miedo pero con decisión, cuando vio que yo lo esperaba y llamaba del otro lado. Pero al igual que con Trapito, el trucho se las tomó atrás de alguna pajarita y no lo vi más.
Volví al auto con frío y cansancio, me liquidé el contenido de dos o tres latas varias, y manejé hasta Te Anau: portal del camino a Milford Sound, uno de los destinos imperdibles de Nueva Zelanda.
Rafa Deviaje.
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